Un lejano 11 de marzo

27 de abril

Voté por primera vez en las elecciones del 11 de marzo de 1973. No importa saber por quién voté, basta con saber que no fue por el ganador, iniciando así -dicho sea de paso- una performance perdedora que creo que se mantiene invicta hasta el día de hoy y de la cual, no me da vergüenza decirlo, estoy orgulloso.

Pero no viene al caso hablar de política, sino de los recuerdos de aquel día. Creo que voté a media mañana en una escuela de calle Güemes y a mediodía me encontré con unos amigos y estuvimos tomando café y hablando de política hasta cerca de las seis de la tarde. No les miento si les digo que si bien la política me interesaba, ese día estaba en otra cosa porque como a las siete de la tarde me encontraba con N.

Con N. veníamos, como se decía entonces, «saliendo» desde hacía un par de semanas. Nos habíamos conocido en un acto político y habíamos «intimado» en una de esas peñas que entonces se celebraban todas las noches. N. tenía los cabellos rubios, los ojos azules y un tono de voz algo ronco que no sé por qué, a mí me encantaba.

Era de Entre Ríos y estudiaba Derecho, aunque en realidad lo que le gustaba era la poesía. Un día le pregunté por qué estudiaba una carrera que no le gustaba y me respondió que de esa manera podía tomar distancia de la literatura.

-Te recuerdo -me dijo- que Kafka era abogado y que Stendhal recomendaba escribir con la precisión del Código Civil.

No era fácil estar con N. Así como podía ser encantadora, caía en unos pozos depresivos en los que lloraba sin decir una palabra y uno no sabía qué hacer para consolarla. Cuando quería podía ser alegre, irónica, afectiva, pero su tendencia a complicarse la vida la llevaba a estar en permanente contradicción con ella misma.

Esa tarde dejé a los amigos y me fui caminando por calle San Martín en dirección al sur. Atardecía y por la calle algunos simpatizantes de Perón se preparaban para los festejos de la noche. Llegué a la esquina de Mendoza y me senté a la mesa de un bar desierto. Acompañado del café, los cigarrillos y el diario me dispuse a esperarla. Oscurecía, por la calle caminaban muy pocas personas, pero desde la zona del puerto llegaba el estrépito desordenado de los bombos.

N. entró al bar enseguida. Apenas la ví me di cuenta de que no estaba de buen humor. No hacía mucho que la conocía, pero cuando fruncía los labios y caminaba con un cigarrillo en la mano era porque ni ella podía aguantarse,

Se sentó a mi lado y apenas respondió al beso que le di. Le pregunté si quería tomar algo y me dijo que no tenía ganas de tomar nada y que, además, ya tenía que irse. Hicimos silencio y volví a sentir el eco de los bombos que ahora me parecían a los anuncios de algún funeral.

-¿Qué pasó ahora… no quedamos en ir a cenar juntos?- recordé, esforzándome por ser paciente.

-Los problemas que tengo son más importantes que una cena.

Aceptó tomar un café y seguimos conversando durante un largo rato, pero ya me di cuenta de que la tarde y la noche estaban arruinadas y, además, sospechaba que la relación con ella estaba a punto de irse al diablo.

-No quiero que lo tomés a mal -dijo de pronto- pero no quiero que nos veamos más.

-¿Puedo saber, por lo menos, los motivos de tu decisión?

Prendió otro cigarrillo y me miró con sus ojos azules que de noche parecían más oscuros y peligrosos.

-Vos sabés de mi relación con C.

C. era el novio de N. porque, como ustedes ya lo habrán sospechado, todo con ella era muy complicado.

Luego hizo el anuncio: estoy embarazada.

La noticia no me sorprendió, porque de N. ya no había nada que pudiera sorprenderme.

-¿Estás segura de que es él?- le dije.

-Estoy segura- contestó, con un tono como si estuviera dando la asistencia en clase.

-¿Puedo hacer algo?-, pregunté

-No… no podés hacer nada… ésta me la tengo que bancar yo sola.

Me di cuenta de que ya me había apartado para siempre de su lado. En cierto momento ella se levantó y se fue. No recuerdo lo que nos dijimos o si nos dimos un beso de despedida, pero sí recuerdo verla cruzar la calle con su paso nervioso, su gesto imperativo y el eterno cigarrillo en la mano. Nunca más volví a verla.

Yo me quedé un rato más en el bar. Recuerdo que ya era noche cerrada y para que nada faltase a mi humillación y desdicha, los acordes de la Marcha Peronista llegaban triunfales desde los cuatro puntos de la ciudad.

Lucio N. Miranda

 

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