La semana política la inició Tinelli con la colaboración de los tres candidatos presidenciales con más posibilidades electorales. El espectáculo contó con la participación de sus señoras esposas. No voy a referirme a la calidad del programa de Tinelli, mucho menos a su persona, entre otras cosas porque no es necesario hacerlo, porque de una manera un tanto espumosa y rancia lo de Tinelli es transparente: está allí sin necesidad de dar explicaciones, no necesita de argumentos para justificarse. Tinelli es Tinelli y punto. Su presencia es la manifestación más formidable de lo ideológico. Tinelli es ideología pura, ideología en su manifestación más eficaz.
Lo que importa para la política no es el conductor de Showmatch, sino los políticos que asisten a su programa. Insisto: nada personal contra Tinelli. Programas como los de él hay en todo el mundo y todos son masivos. Masivos, no populares, en tanto entendería por popular el proceso de creación desde la misma sociedad de valores culturales nuevos que, a esta altura del partido o de la civilización, tengo mis serias dudas de que sea posible.
Pero no me quiero ir del tema. El problema no es Tinelli, el problema son los políticos que suponen que asistiendo a esos programa son más populares, van a obtener más votos. O le van a demostrar a la gente que ellos son como todos: juegan al fútbol, corren maratones, comen asado, ensayan pasos de baile, soportan chistes humillantes que no soportarían en condiciones normales, chichonean con sus esposas.
Convengamos que hay algo de ingenuidad y algo de trampa en el acto de creer que comportándose así van a conseguir más votos o se van a identificar con el pueblo. Ingenuidad, porque ni creen ni les creen ni se las creen. Trampa, porque las diferencias sociales y económicas entre los candidatos y la gente no se resuelven disfrazándose de pobres o comportándose como ellos suponen que se deben comportar los pobres.
Escucho las objeciones: que los tiempos cambiaron, que la política es comunicación (chocolate por la noticia), que no se puede hacer política desconociendo los fenómenos mediáticos, que hay que darse un baño de realidad, etcétera, etcétera, etcétera. ¿Los tiempos cambiaron? Tal vez sí. Los tiempos siempre cambian, pero si el cambio es Tinelli transformado en juez de la política, tengo derecho a decir que los cambios no me gustan. ¿Minoría? No lo sé, pero si lo fuera no me enorgullezco, pero tampoco me avergüenzo. Como diría el Quijote: “No es mi trabajo contar”.
No sé si conozco todas las explicaciones que justifican que tres candidatos se reporten con Tinelli, pero sospecho que las conozco a casi todas. Es más, soy un convencido de que en esta vida todo se puede explicar. Desde los tiempos del Arca de Noé todo es explicable. Hasta a Hitler se lo puede explicar. El problema es qué hacemos después. ¿Nos sometemos a la explicación o pretendemos intervenir para cambiar lo que se deba cambiar y conservar lo que merezca conservarse?
¿Anacrónico? Tal vez. Después de todo no es mi culpa si me eduqué en un tiempo en que la política pretendía confundirse con la docencia y la decencia; un tiempo en el que la política pretendía ser una elevada y lúcida actividad intelectual y cívica; un tiempo en que los políticos se esforzaban por representar valores y se suponía que un acto electoral se realizaba para elegir a los mejores, como le gustaba decir a Estrada. No, no eran ángeles o santos, pero tenían algo que me parece que ahora falta: se respetaban a sí mismos y respetaban al otro. ¿Es necesario decirles que si asisten a Tinelli no cumplen con ninguno de esos dos requisitos, porque no se respetan ni respetan?
No es para tanto, dirán. Comparto. Mucho peor es el fin del mundo. Pero admitamos que algo anda mal cuando para los dirigentes el sagrado altar de la política es Tinelli. Por ese camino ya lo estoy extrañando a Bernardo Neustadt y a Mariano Grondona; conservadores, liberales, reaccionarios, pero la política estaba prestigiada y los políticos hablaban de política.
Asistir a Showmatch y someterse a las reglas de juego de su conductor es no respetarse a sí mismo como persona y como político. Un médico no va a un programa conducido por un curandero; un teólogo no asiste a la sesión de un manosanta; Marta Argerich no pretende resolver su relación con la “masa” juntándose con la Mona Jiménez; Jorge Luis Borges no tiene nada que ver con Paulo Coelho.
Otra vez escucho el coro de objeciones: desconoce a los medios de comunicación, se niega a participar del universo mediático. Ilustrado, iluminista, te dicen, como si esas palabras fueran un insulto. Hablemos en serio. Hasta en el diario más modesto hay secciones: internacionales, locales, regionales, política, espectáculos, deportes. ¿No les dice nada esa distinción práctica? ¿Qué es eso de mezclar la cumbia con el plan social, los movimientos de las caderas de las estrellas con las políticas de educación y salud, el Conicet con la bailanta? ¿Qué es eso? Muy sencillo: el cambalache, la Biblia y el calefón.
Discépolo profeta. Después de todo, ya en el primer verso de su poema incluyó en una sola movida al 510 con el 2000, a los bufones con los políticos, a Maquiavelo con Tinelli ¿Así es la vida? Tal vez. Pero convengamos que alguna vez nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos, quisimos que fuera algo mejor. Siempre lo repito: la Argentina vivió sus mejores momentos cuando los argentinos supimos respetarnos y pensar que el país era un lugar digno de ser vivido. Ese respeto lo estamos perdiendo, lo venimos perdiendo desde hace unos cuantos años
¿Que estoy en contra de los pobres? Chantaje populista. No se está al lado de los pobres asistiendo a los programas de la farándula; no se está a favor de una causa justa diciéndoles a sus destinatarios que el barro es dulce de leche y la basura, caviar. Se suponía -por lo menos yo me formé con esos criterios- que se estaba del lado de los más débiles para arrancarlos de ese lugar, para elevarlos en su condición, para sacarlos del infierno de la miseria que es siempre miseria material, pero en primer lugar, miseria cultural.
Pasemos a otro tema. Las morisquetas con Tinelli no impidieron que los señores del gobierno continúen su campaña contra Carlos Fayt. Alguna vez escuché que cuando muere un viejo es como si se quemara una biblioteca. Pues bien, Fayt es la biblioteca que quieren quemar los peronistas, siempre leales a su añejo oficio incendiario como bien lo saben los radicales los socialistas y los católicos.
Y mientras el oficialismo montaba algo así como una comisión especial para verificar si el juez más digno de la república está en condiciones de ejercer un oficio que ejerció con un coraje y un talento que nunca tuvieron Oyarbide y Zaffaroni, el mismo oficialismo declaraba que Amado Boudou era inocente y Nisman culpable de su propia muerte. Extraño país éste, donde los honrados son examinados, los malandras son liberados de culpa y los fiscales que investigan tienen la ocurrencia de suicidarse un día antes de brindar su informe.
En el orden provincial, la gran noticia la protagonizó el gobernador Antonio Bonfatti declarando que en una segunda vuelta votaría por el kirchnerismo. Después parece que corrigió su declaración original, pero como se dice en estos casos: el daño está hecho. ¿Por qué? Porque declaraciones de este tipo un mes antes de las elecciones suelen ser decisivas para asegurar la derrota del propio candidato. Conozco mi provincia y conozco mi ciudad. Por ello, puedo decir que a veces no es necesario ser Herminio Iglesias para apresurar la derrota de su propia fuerza política.
Bonfatti no puede ignorar que un porcentaje electoral -tal vez decisivo en unos comicios reñidos- votan por buenos o malos motivos al Frente Progresista porque lo consideran una eficaz alternativa antikirchnerista. Al gobernador nadie le puede negar el derecho a creer que Scioli es de izquierda y Macri de derecha, pero, ¿era necesario expresar esas preferencias electorales nacionales cuando para el mes que viene hay que elegir autoridades provinciales?