Si por la Señora fuera, el juez ideal sería uno de esos abogados conocidos en el ambiente como “sacapresos”. Es la tarea que de alguna manera cumple Oyarbide o la tarea que el señor Zannini le asignó a los jueces en Santa Cruz. Repito, no quieren jueces, quieren abogados defensores que dispongan de las facultades de los jueces ¿Como hizo Oyarbide con la causa de enriquecimiento ilícito? Exactamente.
Los K no quieren jueces para defender la justicia universal; los quieren para que los defiendan a ellos. Tampoco quieren una justicia ciega, sino con los ojos abiertos, pero bizcos, es decir con la facultad de simular que miran para un lado y en realidad están mirando para el otro. En estos temas, el populismo es coherente y conmovedor con su sinceridad y transparencia.
El tema exclusivo para estas damas y caballeros es el poder y su permanencia, lo demás es anécdota. Inútil explicarles la necesidad de limitar el poder o de alternarlo. No lo entienden o no lo quieren entender. La ley existe para los otros, no para ellos. Es más, el gobierno ideal para el populismo sería un gobierno sin otra ley que la voluntad exclusiva de poder, porque toda ley escrita, incluso por ellos mismos, en algún momento se le puede poner en contra.
Menem bregó por la reelección y después se molestó porque sus mandaderos en la Constituyente no previeron la posibilidad de una reelección indefinida. ¿Como los Kirchner en Santa Cruz? Exactamente, como los Kirchner en Santa Cruz. Para quienes ejercen el poder con la voracidad de lobos hambrientos, todo límite, todo control, toda ley, incluso la dictada por ellos mismos, es un incordio, una molestia a la que necesariamente hay que suprimir. Incorregibles.
Alguien dirá que el respeto a la ley existe. Equivocado. Los espacios legales que sobreviven, son a pesar de ellos. Si no han avanzado más no es por escrúpulos republicanos, sino porque no han podido o no los han dejado. La consigna de combate la conocemos porque ellos mismos se encargaron de formularla: “¡Vamos por todo!”. Por todo el poder se entiende, es decir, por el control de la Justicia, el control del Parlamento, el control de los medios de comunicación y el control de los gobiernos provinciales y los municipios.
¿Lo logran? Hacemos lo que podemos, responden. Y a veces más de lo que podemos. Voluntad de poder no les falta, pero en este país hay demasiados gorilas y vendepatrias y, por lo tanto, no siempre nos podemos dar el gusto. El populismo también ejerce su versión posibilista. Si la Argentina fuera como Venezuela, piensan con nostalgia, todo sería mucho más sencillo. O, para no irnos tan lejos, si toda la Argentina fuera como La Rioja o Santa Cruz, con sus dinastías corruptas y sus pueblos humillados, entonces todo sería mucho más fácil.
Alguien me preguntó el otro día cómo pudo ser posible que la Argentina de Leloir, Houssay y Borges haya sido gobernada durante más de veinte años por presidentes forjados en la picaresca de tierra adentro y arribados desde provincias sometidas y con regímenes políticos semifeudales. No hay una respuesta exclusiva a esta pregunta, pero en principio está claro que se trata de provincias donde sus gobernantes aprendieron rápido las enseñanzas del clientelismo y la hegemonía. Pero también resulta evidente que si estos gobernantes pudieron llegar al poder nacional y sostenerse, fue porque contaron con el apoyo de una mayoría para quienes estos vicios y estas prácticas viciadas no importan.
La corrupción del poder es un tema que a los argentinos nos gusta comentar en rueda de amigos o en el living de casa. Allí todos nos escandalizamos y se nos ocurren las frases más lapidarias contra la política y los políticos. Pero a la hora de decidir no se observa el mismo entusiasmo. De más está aclarar que no hablo de todos los argentinos, pero sí de aquellos que cada uno de nosotros conoce: los que celebraron la plata dulce, el deme dos, el uno a uno y el voto cuota. Hablo de aquellos que no tienen ningún reparo en votar a Drácula si el vampiro les asegura un bolsón de comida si es pobre, un fin de semana largo si es de clase media o una licitación trucha si es empresario.
Mi fuente preferida para sostener esta hipótesis es el señor Néstor Kirchner, el mismo que dijera en un arrebato de sinceridad que los argentinos somos todos unos hijos de puta a los que hay que gobernar con la chequera y el látigo. Me repugna su juicio, pero convengamos que con esa manera de pensar al hombre mal no le ha ido.
Tampoco le fue mal a Menem. Y Scioli supone que aquello que les sirvió a sus maestros también le servirá a él. Sin ir más lejos, en La Rioja, el candidato a presidente por la causa K saludó a Menem. Nobleza obliga, hay que admitir que el hombre es agradecido. Menem lo lanzó a la política y Menem le enseñó cómo se manejan las armas afiladas y cimbreantes del poder.
¿Pero no es que el kirchnerismo es la alternativa superadora a la década neoliberal? Si usted quiere creer en ese verso, allá usted. Yo, paso. Tampoco Kirchner y los kirchneristas de paladar negro lo creen. Puede que algún despistado de la Cámpora o de Carta Abierta se haya tomado en serio ese cuento, pero los que deciden saben muy bien que las diferencias reales entre menemistas y kirchneristas son chismes de cotillón al lado de la identidad histórica y de fondo de ambos, identidad que se resume en una sola y sugestiva palabra: peronismo.
Scioli es la encarnación de lo que digo: fue menemista, fue duhaldista , fue kirchnerista y, si gana, será sciolista. Y todos se reportarán ante el flamante Jefe. ¿Una imagen que los represente? La última escena del Padrino I, cuando los mafiosos se acercan al sillón de Al Pacino para besarle el anillo. “Padrino”, dicen los mafiosos cuando se reportan. “Jefe” o “Jefa”, dicen nuestros populistas antes de arrodillarse.
Con Scioli el círculo se cierra. Recordemos. Su candidatura nace con el argumento más elocuente que puede ofrecer el populismo: los votos. El naufragio del discurso K se exhibe en esta contradicción histórica: el candidato que llevan es, por lo menos para los despistados o los ávidos consumidores del verso nacional y popular, la negación de todos lo que habían dicho defender.
¿Contradicción aparente o de fondo? Supongo que aparente. Como aparentes fueron las contradicciones entre Menem y Kirchner. En los noventa el santacruceño fue un dócil aliado de la causa riojana, como en la actualidad Menem es un eterno agradecido de la bondad de los K. ¿Agradecido? Sí, agradecido de no estar preso ¿O nos hemos olvidado que ese político ejemplar que Scioli reivindica está condenado por contrabando de armas y si no está preso es por la conmovedora solidaridad que los peronistas practican entre ellos?
Decía que el malentendido entre un peronismo menemista y kirchnerista, con Scioli llega a su fin. Nos guste o no, en los últimos veinticinco años el peronismo gobernó la nación a su antojo. Así nos fue. Scioli es el desenlace o el sinceramiento. Dicho con palabras engoladas, podríamos postular que el sciolismo sería la etapa superior del menemismo. Lo curioso, paradójico y delirante, es que el sciolismo menemizado llega al poder consagrado por el kirchnerismo nacional, combativo y popular. ¿Raro? No. Coherente. Delicias, triquiñuelas y perversiones de la astucia populista.
¿Y qué pasa si Scioli gana? Si gana, como dijera Alberto Castillo, sigue el baile. Con algunas refriegas internas para decidir quién manda en la nueva etapa, -refriegas que espero que no concluyan en un baño de sangre como se acostumbra en el peronismo- pero en cualquiera de las circunstancias el populismo mantendrá intacta la tentación de que se puede gastar sin medir las consecuencias, la pulsión a gobernar con dóciles clientelas, el deseo de ejercer el poder sin límites y, por supuesto, la exigencia de impunidad, la exigencia de olvidarnos de que alguna vez se pueden juzgar a los ladrones que en estos últimos diez años se ocuparon en enriquecerse como jeques árabes o princesas patagónicas.