6 de julio 2003
Una vez al año mi amiga E. viene a Santa Fe. En esta ciudad no tiene familia, pero sí amigos. E. estudió en Santa Fe, aquí se casó, aquí tuvo a su única hija y aquí murió su marido. Se fue de esta ciudad hace más de veinte años, pero no puede con la nostalgia y regresa.
Habitualmente se aloja en un lindo hotelito del centro, camina por los lugares en donde fue feliz y en donde sufrió mucho, se sienta a la mesa de los bares que frecuentó en otros tiempos y visita a sus amigos. Yo soy uno de ellos. Con E. hablamos de nuestras vidas, de los amores que perdimos, del paso inevitable de los años. E. es alegre, inteligente, perceptiva y pase lo que pase siempre está dispuesta a seguir peleando.
Estuvo en Santa Fe a principios de año y después de cenar nos fuimos a tomar un café. E. siempre me habla de su hija o, mejor dicho, de los problemas que le da su hija, una mujercita de cerca de veinticinco años que ya lleva dos matrimonios, que estuvo varias veces internada por drogas, que no se hace cargo de su hijo y que, por lo que me cuenta E., ahora pareciera que está intentando, por lo menos, pensar en lo que va a hacer con su vida.
«Mi hija G. -me dice- siempre me pregunta por su padre, que murió cuando ella tenía cuatro años. Yo siempre le hablé de él y siempre le conté cómo la quería». E. hace silencio, toma un trago de coñac y me mira. Yo he sido amigo o por lo menos conocido de su marido, un gran tipo y un poeta maravilloso que nunca pudo llegar muy lejos porque el alcohol primero y la cirrosis después no lo dejaron.
-¿Estás segura de que a tu hija le hace bien esa relación con el padre?
-Ésa era la pregunta que quería escuchar- me dice y se sonríe como si me hubiera pescado en una falta. «Yo sé que hay cosas que a vos te cuestan creer, pero lo que te voy a contar es cierto. Mi hija esta vez decidió abrirse para siempre de las drogas».
-No es la primera vez que te lo dice- le recuerdo.
-Es cierto, pero yo tengo la obligación de creerle- me responde. » A mi hija la salvó un sueño», me dice y hace silencio y espera mi reacción; como creo que no se me ha movido un músculo de la cara decide seguir hablando. «G. vino una tarde y me contó que la noche anterior había tenido un sueño, que había soñado con su padre y que estaba segura de que más que soñar había estado con él».
Me dijo que ella estaba en un pueblo que no conocía, pero que ya lo soñó en otras oportunidades. Lo que recordaba de ese pueblo era la estatua de un prócer en la plaza y una inmensa casa gris rodeada de árboles levantada en una esquina. G. me decía que estaba en la plaza, que no sabía qué estaba haciendo allí…».
E. hace silencio y espera que el mozo sirva más coñac. Después continúa: «G. tenía la sensación de que algo horrible le iba a pasar y entonces empezó a caminar; cruzó la plaza, pasó por enfrente de la casa gris, vio a un viejo sentado en un sillón de ruedas y después entró en una estación de trenes desierta. En cierto momento vio venir un tren; lo que más le llamó la atención es que el tren apareció de golpe y venía muy despacio, sin hacer ruido y con los vagones vacíos. De pronto, en el último vagón, vio parado casi en el borde de la escalerilla a su padre. Enseguida supo que era él; estaba más buen mozo que nunca; saco blanco y peinado a la gomina. Lo vio y se quedó paralizada; después sintió su voz: `Vamos G., vení conmigo’. Estaba casi a su lado, extendía la mano, le sonreía y la miraba a los ojos; no lo dudó un instante: lo tomó de la mano y sintió cómo él la subía y después se abrazaban…`no te quedés sola…vení conmigo…’ y el tren empezaba a cobrar velocidad».
E. vuelve a hacer silencio, pero yo no le digo una palabra. Al rato reinicia el relato. «Mi hija dice que se despertó; le dolía el brazo y estaba cansada como si hubiera hecho un largo viaje. G. está convencida de que estuvo con su padre…»
-Es un sueño- le digo.
-Es un sueño, pero yo creo en la verdad de esos sueños- me dice y después agrega: «Y creo en ese sueño, no porque G. dejó la droga, creo en ese sueño porque G. me describió un pueblo que nunca estuvo en su vida; me habló de una plaza y de una casa que nunca conoció».
-¿Y eso que tiene que ver?- le pregunto.
-Es que en ese pueblo nació y se crió su padre. En ese pueblo hay una estación de trenes como la que ella describió y en ese pueblo yo lo conocí a él cuando todavía era un jovencito elegante que usaba saco blanco.
E. me mira como desafiándome.
-Le habrás contado esas historias a tu hija y ella grabó las imágenes.
-Nunca hablé con mi hija de esos temas- me responde.
Llamo al mozo y pido otra vuelta de coñac.