¿A quién votar? Buena pregunta para complicarse la vida gratis. Sin embargo, tenemos que votar y lo tenemos que hacer de la mejor manera posible. ¿Por qué hay que votar? Porque en la Argentina el voto es obligatorio, sería una respuesta legal. Hay otras respuestas. Votamos porque somos ciudadanos, porque ganamos el derecho a elegir y a ser elegidos; porque durante muchos años los argentinos luchamos, afrontamos persecuciones y castigos para ganar ese derecho. Todo muy lindo, pero sucede que hay personas a quienes no les importa elegir y ser elegidas y, mucho menos, les interesa la supuesta épica de quienes en el pasado lucharon por la democracia. No sé si son muchas, pero son, como dice el adagio popular.
Tampoco sé si a esas personas les importa que les recuerden sus deberes cívicos: que participar en el proceso de selección política es el mínimo esfuerzo que se le solicita a una persona que vive en una nación. Lo cierto es que los indiferentes o los apolíticos no son pocos y sus conductas no obedecen a una misma causa; desencantados, escépticos, egoístas, satisfechos, libertarios… hay para todos los gustos. Con ellos, podemos enojarnos o no llevarles el apunte, pero existen y cuando son muchos su presencia puede imputarse a las fallas del sistema político o ser el rostro inevitable que adquieren las sociedades burguesas en la actualidad.
Señalaría que en este sector existe la sensación de que los problemas reales de la vida no se resuelven a través de la política. Unos, porque por diferentes motivos guardan con respecto a la política el peor de los conceptos; otros, porque suponen que eso que se llama política es algo que ocurre en lugares que para ellos son inalcanzables. “A mí, la política no me da de comer”, suele ser la respuesta clásica de este personaje, que como todo comentario nacido del sentido común posee una cuota de verdad, pero también una cuota grande de error.
Queda claro, por último, que en el campo de los llamados indiferentes está presente la cuestión de clase: la indiferencia o el rechazo de los pobres a la política obedece a causas diferentes a las de los ricos. En los pobres, la despolitización es funcional a la dominación y el control. Masas ignorantes y urgidas por la necesidad constituyen el escenario ideal para políticos inescrupulosos. Al respecto, alguna vez un político conservador comentó que para que el sistema pudiese funcionar era necesario que un sector importante de la sociedad no se hiciera cargo de sus derechos.
Manuel Carlés, radical, fundador de la Liga Patriótica y derechista autoritario a tiempo completo, decía en 1920 que él no tenía ningún problema con los derechos reconocidos por la Constitución de 1853, siempre y cuando -advertía- que se aplicaran para una sociedad como la de 1853, pasiva, mansa, respetuosa de las jerarquías y no para esta Argentina inficionada de inmigrantes, anarquista y comunistas. Derechos, pero no para todos. Y si no se puede impedir que así sea, que sus titulares renuncien a ellos o no los ejerzan.
Para los ricos, la despolitización suele ser un lujo, un privilegio y, como se verifica históricamente, la certeza de saber qué beneficios, privilegios y comodidades se obtienen por caminos y atajos ajenos a la política. En la Argentina, y durante por lo menos la primera mitad del siglo XX, ése fue el comportamiento mayoritario. Los intereses, entonces, no se satisfacían a través de la práctica democrática, sino mediante la gestión corporativa. Fue una opción desafortunada, porque en lugar de un partido conservador democrático y de masas, las clases altas prefirieron controlar los resortes del poder o acudir a los cuarteles para resolver lo que no podían resolver por vía democrática.
En las sociedades consumistas contemporáneas, la política ocupa también un lugar menor. Cada vez se vota con menos entusiasmo y esperanza. El universo de los politizados expresa a una minoría con códigos culturales propios que suelen resultar ininteligibles o indiferentes para las mayorías. El tema da para mucho, pero digamos que la despolitización se expresa a través del retiro del espacio público y el repliegue al mundo privado. Algo parecido pronosticó Tocqueville a mediados del siglo XIX. Y algo parecido advirtió Sarmiento. En definitiva, las sociedades burguesas, individualistas, seculares y prósperas crean su propio escenario y su propio sujeto histórico.
De todos modos, un sector mayoritario de la sociedad cree, por diferentes motivos y con entusiasmos diversos, que votar es más o menos importante, pero ya nunca será como antes. Sociedades de este tipo suelen renunciar a los emprendimientos colectivos, a las preocupaciones públicas, a proyectos trascendentes. En ese marco, los partidos políticos y las ideologías que los sostuvieron entran en crisis. El confort, el placer, la comodidad, el vivir el presente, se presentan como algunos de los rasgos distintivos de esta “nueva era”. La política no desaparece porque estos sujetos sociales son democráticos y creen en un conjunto de valores denominados “políticamente correctos”, pero para bien o para mal, la política pierde la intensidad de otros tiempos. Los discursos y las propuestas convocando a grandes épicas sociales se reducen a una mínima expresión y lo que se reclama es gestión, resultados positivos, respuestas prácticas, exigencias cuyo cumplimiento pareciera que nada tiene que ver con los tradicionales antagonismos de izquierda y derecha o progresista y conservador.
Este escenario constituye algo así como el paraíso ideal de la clase media, aunque ninguno de estos cambios aleja a este sector del miedo a descender al universo de los pobres y carecientes. Asimismo, esa era del vacío, ese universo del confort o como se lo quiera llamar, no excluye -sobre todo en sociedades como las nuestras- una elevada masa de pobres cuya existencia no pueden ocultar las cifras oficiales. Ese universo de pobres suele ser funcional a las políticas populistas cuyo objetivo es manipularlo, conquistar su voto con la condición de que nunca dejen de ser pobres. Uno de los rasgos deplorables de estas sociedades del siglo XXI es que han transformado a la pobreza en una suerte de industria, un recurso de legitimidad política y una variable más de la corrupción. El discurso populista invoca la pobreza, no para reducirla sino como una coartada para enriquecerse. La afirmación no desconoce los esfuerzos que el voluntariado social hace desde la sociedad civil, o la labor abnegada de algunos funcionarios y políticos, pero lamentablemente en sus trazos gruesos lo que se impone es la manipulación, la farsa y los hábitos corruptos en nombre del amor a los pobres.
El problema de las sociedades de masas modernas y prósperas es que el modelo ideal del que se nutren no es exactamente el de los países periféricos, que disponen de sectores sociales modernos, integrados, abiertos al mundo, pero con cinturones de pobreza y marginalidad cada vez más grandes, servicios sociales colapsados y Estados nacionales en bancarrota o minados por el dispendio y la demagogia populista. Once millones de pobres en la Argentina es un escándalo, pero igualmente escandalosa es la incapacidad de la clase dirigente para atenuar y reducir estas contradicciones.
¿Semejante caos se puede arreglar con elecciones? No se arregla solamente con elecciones, pero ya sabemos que toda coartada que se haya intentado recorrer para resolver por vía autoritaria no ha hecho otra cosa que agravar los problemas, puesto que a la pobreza que no resolvió le sumaron el despotismo y la supresión de las libertades. Las elecciones entonces no sólo son un punto de partida, sino el único punto de partida para pensar soluciones políticas justas y modernas.
De más está decir que una democracia que merezca ese nombre es algo más que el derecho a votar. Sin reglas de juego claras que permitan al poder expresarse pero, al mismo tiempo, lo limiten; sin una clase dirigente dominada por la pasión pública, y sin sociedades decididas a mirar más allá del estrecho interés individual, no será posible una nación más democrática, más próspera o, si se quiere, más justa, libre y soberana.