27 de julio 2015
A veces, cuando no me puedo dormir, cuando la noche parece más larga y el silencio más profundo, cuando hasta los ruidos más insignificantes de la calle parecen cobrar una singular importancia, recurro a la compañía de los viejos amores, a las imágenes de algunos momentos que sólo a mí me pertenecen. Son instantes breves, fugaces, pequeños, pero tan reales y misteriosos como los sueños.
No ocurre con frecuencia ni tampoco lo pretendo, simplemente sucede. Los recuerdos pueden ser felices, tristes o alegres, pero en todos los casos están teñidos de una suave nostalgia, endulzada por el paso de los años. Es curioso cómo la memoria o el corazón seleccionan ciertos momentos, ciertas escenas que estaban dormidas en la memoria que, vaya a uno saber por qué extraño mecanismo, se despertaron y se hicieron presentes.
Las imágenes son como iluminaciones, súbitos relámpagos que llegan y se van. El instante en que la veo venir a S. caminando por la plaza Constituyente; el segundo en que M. me toma de la mano y me mira y no dice una palabra; las inexplicables lágrimas de G. una noche de verano caminando por la Costanera; una tarde de invierno paseando con A. en el bulevar y su gesto de apoyarse en mi hombro y meter sus manos en el bolsillo de mi saco; los celos de V. en un bar y su expresión furiosa que no sé por qué me provoca risa; aquella mañana en que R. me dijo que se iba para siempre mientras me tomaba de la mano y me decía que nunca iba a dejar de quererme; una charla en un café una noche de lluvia, nuestra tristeza, nuestros miedos, el humo de los cigarrillos, la voz de Frank Sinatra y la lluvia golpeando sobre los vidrios…
Es verdad que a veces el olor de un perfume, la melodía de alguna vieja canción de amor, la frase de cierto poema, nos recuerdan instantes mágicos, pero en mi caso estas maravillas de la memoria ocurren de noche, en la soledad del dormitorio, con la pieza a oscuras y cuando no puedo conciliar el sueño.
El día transcurrió con las monotonías habituales (con los años, lo terrible no son las malas noticias, sino la falta de noticias). A la noche la cena de siempre, luego alguna caminata, la lectura de un libro y, después, la promesa del sueño.
En la cama siempre leo otro libro hasta que apago la luz y me decido a dormir. No sufro de insomnio, pero de vez en cuando el sueño demora en llegar; es en esos instantes de silencio, de absoluta soledad, cuando de pronto llegan las visitas sin pedir permiso.
Siempre me he preguntado sobre las razones de estas singulares tertulias nocturnas. Quiero que quede claro; no son delirios, ni alucinaciones, ni fantasías, son recuerdos, y ya se sabe que los mejores recuerdos son los que se expresan a través de imágenes.
Lo que me ocurre no tiene nada que ver con los remordimientos, tampoco se trata de ajustar cuentas con el pasado o arrepentirse por los errores cometidos o las oportunidades perdidas o los momentos de felicidad desperdiciados. Todos esos ejercicios pueden ser muy necesarios y muy sanos, pero no es de eso de lo que estoy hablando.
Lo que ocurre es como si delante de mis ojos se estuvieran proyectando escenas en donde las imágenes se desplazasen lentamente y en silencio. Algunos datos registro: los colores que predominan son el blanco y el negro. No son historias; si tuvieran que pertenecer a algún género literario estarían más cerca de la poesía que de la novela y más próxima a la revelación que al recuerdo.
Sé que lo que estoy contando le sucede a muchos hombres y mujeres; lo sé y me satisface saberlo. Nunca supe y, tampoco me importa demasiado, el nombre que merece ese tipo de experiencias. Lo que sé es que viviéndolas no molesto a nadie, no deshonro la memoria de nadie, no ensucio el pasado de nadie, no arruino ni mi salud ni mi espíritu y, en su intransferible intimidad, en su singular modestia, me producen una moderada y equilibrada sensación de plenitud.
Después llega el sueño y enseguida las primeras luces de la madrugada se asoman por la ventana. Los entendidos dicen que el insomnio se parece a la pesadilla y es pariente de la locura; pues bien, en mi caso, esas noches de saudade son pequeños oasis de felicidad, ligeros instantes de amor recobrados desde la memoria de «un tiempo perdido».