El Papa fue a Estados Unidos y cumplió con su consigna: hizo lío. Todos los diarios, canales y radios del país le dedicaron los mejores espacios para referirse al Papa argentino, para destacar el contenido de sus palabras, la calidez de sus gestos y su notable carisma. Fue pastor y profeta. Predicó su verdad religiosa y habló de los problemas que afectan a los hombres.
Claro que hizo lío. Habló de las virtudes de la paz en un país donde no son pocos los que ponderan la guerra; habló de los pobres en una nación donde muchos suponen que los pobres son los responsables de su situación, y predicó las bondades del ecumenismo, advirtiendo sobre los riesgos del fundamentalismo y el fanatismo religioso, un riesgo que alcanza a todas las religiones.
El primer presidente negro de EE.UU. fue a recibir al aeropuerto al primer Papa de América, acompañado de su esposa y sus hijas, una distinción que hace a pocos, a muy pocos. Obama no podía disimular su felicidad por ser el anfitrión de Bergoglio. El líder político de la primera potencia del mundo con el líder espiritual de la Iglesia Católica, unidos alrededor de los temas centrales que hoy afligen a toda la humanidad.
Digamos que en EE.UU. el Papa Francisco se dio todos los gustos: habló con los pobres, con las mujeres, con los trabajadores, con los presos; defendió a los inmigrantes en lugares donde pocos se animarían a hacerlo; se metió a los norteamericanos en el bolsillo ponderando las virtudes de Lincoln, Day, Luther King y Merton; hizo sonreír y emocionar a sus interlocutores con su sensibilidad, su sentido del humor, su talento, su contagiosa simpatía.
Les habló a los católicos, pero fundamentalmente se dirigió a todos los norteamericanos. Les recordó su historia, el compromiso permanente con la libertad; respetó su diversidad y no ignoró sus tensiones internas. Francisco siempre supo dónde estaba, quiénes eran sus interlocutores y qué palabras debía decir en cada ocasión. Esa virtud, esa clarividencia, la ejerció con la maestría de un artista.
Por supuesto que fue prudente, pero nunca se privó de decir lo que pensaba o lo que piensa la Iglesia Católica en temas controvertidos como la inmigración, la pena de muerte, el cambio climático, pero también en cuestiones como el aborto, la homosexualidad y fue claro, muy claro con el tema de la pedofilia protagonizada por algunos sacerdotes.
Francisco hizo pleno uso de su libertad en un país donde ese valor se respeta. Un solo tropezón tuvo y fue en Filadelfia cuando subía las escalerillas del avión. Impecable balance: más de tres días en el corazón del imperio hablando y paseando por ciudades como Washington, Nueva York y Filadelfia, y el único contratiempo, un ligero tropezón que lo resolvió con elegancia y hasta con gracia. Como le gusta decir a los chicos: bien ahí Francisco.
Antes de ir a Estados Unidos el Papa visitó Cuba. Es la tercera vez en algo más de quince años que la máxima autoridad de la Iglesia Católica se hace presente en la isla gobernada por los Castro desde hace casi sesenta años, régimen de poder que en cualquier parte del mundo se lo conoce con el nombre de dictadura con todas las consecuencias que ello implica.
La visita estaba programada desde cuando Raúl Castro estuvo en el Vaticano y abundaron las fotografías, las palabras de circunstancias y la zalamería diplomática. “Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”, como dijera en su momento Wojtyla, sigue siendo la consigna orientadora, aunque habría que preguntarse si en primer lugar Cuba está dispuesta a abrirse no tanto a las inversiones extranjeras como a las novedades de la democracia.
¿A qué fue el Papa a Cuba? A resolver algunos de los problemas que todavía sostiene la Iglesia Católica con el régimen comunista. La posición de la Iglesia en este tema es más o menos conocida: aceptar la legitimidad de la revolución y esforzarse por asegurar la libertad religiosa y, sobre todo, la libertad para la Iglesia Católica que durante décadas no sé si estuvo perseguida pero sí silenciada.
El segundo punto es más diplomático que religioso. El Papa se ofreció como garante o mediador de la inevitable recomposición de relaciones diplomáticas entre EE.UU. y Cuba. Sinceramente no sé si es indispensable que el Papa intervenga en una negociación tan inevitable como necesaria. Para EE.UU., Cuba ya no es el “chico malo” del barrio, y por su parte a Cuba no le quedan demasiadas alternativas de negociación. La apertura entre el imperio y la llamada isla de la revolución ya está inscripta en la naturaleza de las cosas, y si demora no es tanto por la supuesta voracidad imperialista como por la naturaleza totalitaria del régimen de dominación cubano
De todos modos, aceptemos que la Iglesia Católica tiene algo que hacer y decir en Cuba. Admitamos que las reglas de las relaciones diplomáticas se deben respetar y aceptemos que si la Iglesia logra ampliar las fronteras de la libertad religiosa, se crearán mejores condiciones para asegurar las libertades civiles y políticas. Admitamos, por último, que a la actual Iglesia Católica no le desagradaría que la inexistente revolución socialista se transforme en revolución nacional, muy al estilo del clásico relato populista en la materia.
Todo muy razonable y diplomático, pero está claro que el Papa en Cuba no se propuso hacer lío. Lo que después haría en EE.UU., en Cuba, en el régimen dictatorial más prolongado del planeta, se portó bien y no sacó los pies del plato. En EE.UU., las palabras libertad y democracia estuvieron presentes con generosidad en su vocabulario; pero en Cuba, en el país donde esas palabras hacen más falta que suenen, brillaron por su ausencia.
En EE.UU., legisladores, políticos, funcionarios, líderes religiosos e intelectuales, se inquietaron con las palabras del Papa; sonrieron, lagrimearon, se conmovieron. Nada de esto ocurrió en Cuba. Los Castro, chochos de la vida. El momento más atrevido del Papa fue cuando habló de la revolución de la misericordia, una frase de hondo contenido teológico, pero dudo de que a los Castro la misericordia les provoque el más leve cosquilleo de inquietud.
Ni una palabra, ni un gesto a las Damas de Blanco. Dicen que no podía que no correspondía hacerlo. No comparto. Al Papa no le falta ingenio, lucidez y picardía para sugerir, insinuar o hacer un guiño cómplice hacia los perseguidos. Si no lo hizo es porque no quiso hacerlo, no porque no lo dejaron. ¿Pensará que son contrarrevolucionarias, malas personas? No lo sé.
La única Dama de Blanco que Francisco saludó en Cuba fue a la Señora Cristina, que lucía en tonos claros su habitual vestuario ostentoso, y se paseaba por las calles de La Habana como una novicia rebelde o una colegiala traviesa y a no olvidarlo- multimillonaria. A favor del Papa debe decirse que esta vez no le concedió audiencia y todo el contacto se redujo a un ligero y frío saludo protocolar.
Retornando a cosas más serias, digo que no es un dato menor que no haya habido un consuelo para las Damas de Blanco. Son mujeres, son madres, son perseguidas, son pobres, son marginales. ¿Qué más les hace falta para recibir el consuelo de la máxima autoridad de la Iglesia Católica?
Hay que admitirlo, Francisco en Cuba decidió no hacer lío. Se portó bien, cumplió con todas las reglas impuestas por el poder, y hasta se dio el lujo de intercambiar obsequios con Fidel Castro, el dinosaurio mayor. Medio siglo de dictadura, medio siglo de dominación dinástica que probablemente ahora se prolongue a través de un hijo de Raúl, y ni una palabra al respecto. Pareciera que allí no hay presos, no hay perseguidos, no hay pobres, no hay mártires y no hay madres que sufren.
La Iglesia a través del Papa se limitó a entenderse con el poder. Todo bien desde el punto de vista del realismo político, pero se suponía que el Papa Francisco además de cumplir con los inevitables y engorrosos trámites diplomáticos, está para otra cosa, como lo demostró en EE.UU., donde su presencia fue esperanza y aliento, un don que el Papa prodiga a todos, aunque pareciera que por ahora esa virtud no alcanza a los cubanos.