Las encuestas le dan una leve ventaja al candidato republicano George W. Bush, aunque la reciente denuncia sobre una borrachera de hace casi veinticinco años puede modificar la tendencia.
Según las revelaciones diestramente manejadas por los operadores demócratas, en agosto de 1976, un joven Bush de treinta años fue detenido borracho por la policía de tránsito. Como consecuencia de la infracción, debió pagar una multa de 150 dólares y le retiraron el carné de conductor por un mes.
Que por semejante minucia el candidato republicano pueda perder las elecciones, es algo que sólo en Estados Unidos puede ocurrir. Lo sorprendente no son las exigencias morales del electorado norteamericano, sino sus contrastes e incoherencias. Conducir borracho en la lejana juventud pareciera que es más grave que haber permitido la ejecución de 165 condenados, varios de ellos inocentes y uno, en particular, notorio disminuido mental.
El norteamericano medio se indigna porque presuntamente Bush mintió por omisión al no haber reconocido que alguna vez en su juventud se tomó algunas copas de más y hasta llegó a fumarse un porro, pero para ese mismo norteamericano las relaciones turbias del clan familiar con la industria del tabaco, del petróleo y de las armas, no le dicen absolutamente nada.
La campaña electoral fue una puja a brazo partido de los candidatos para demostrarle al electorado que no eran ni demasiado intelectuales ni demasiado inteligentes, dos categorías que para el norteamericano medio se parecen al pecado mortal.
En esa competencia por demostrar cuál es más patán, las ventajas estuvieron siempre del lado de Bush, cuyo nivel cultural no es superior al de un jugador de fútbol argentino. Ese aire de muchacho sincero y repleto de sentido común que exhibe «W» encanta a estos electores que descreen de los valores intelectuales y de los políticos complicados.
El pobre Al Gore, con sus títulos académicos, su formación libresca y sus impecables antecedentes universitarios debió esmerarse al máximo para demostrar que no era nada más que un simple granjero de tierra adentro que, por esas raras casualidades del destino, le había tocado desempeñarse de vicepresidente.
En ese clima de empobrecimiento político e intelectual queda claro que los temas de fondo que afectan a la sociedad norteamericana nunca fueron tratados en serio. Obsesionados por las encuestas, las respuestas de los candidatos tienen más que ver con lo que les dicen los números que con lo que piensan hacer si llegan al gobierno.
Es por eso que así como los demócratas defienden la pena de muerte, los republicanos aceptan el aborto. Ninguno cree en serio en lo que dice pero si los vecinos piden la pena máxima no queda otra alternativa que apoyarla, del mismo modo que si la mayoría de las mujeres identifica el aborto con las libertades individuales, el republicano más conservador se calla la boca y deja que el famoso fallo de 1973 de la Corte, autorizando la interrupción del embarazo siga produciendo sus efectos.
Los demócratas no están a favor de que los civiles se armen por cuenta propia, pero en algunos estados en donde esta posición es muy popular se callan la boca y hasta son capaces de subir a la tribuna con un revólver a la cintura; los republicanos desprecian a los hispanos, latinos, homosexuales y negros, pero saben que sin esos votos es imposible llegar a la presidencia, razón por la cual sus actos públicos están poblados por estas «minorías».
En lo que ambos candidatos están de acuerdo es en el tema cubano. Ambos compiten para probar quién es más anticomunista porque ambos tiene los ojos puestos en el electorado cubano de La Florida. Cuando esto ocurre la sobreactuaciones se ponen a la orden del día. Así como Bush, sale por televisión con sombrero mexicano, Al Gore se reúne con los seguidores de Mas Canosa y se compromete a continuar el bloqueo contra Cuba.
Y a pesar de ello, Estados Unidos no está en condiciones de darse el lujo de tratar con frivolidad y displicencia temas que preocupan a la sociedad y, muy en particular, aquellas políticas que tanto en el orden interno como en el externo deberán instrumentar para mantener y desarrollar el imperio que, como le gustaba decir a Chesterton, más que un privilegio debe asumirse como una responsabilidad.
Queda claro que en los últimos años el crecimiento de Estados Unidos ha sido excepcional. Los méritos son de Clinton, pero en lo fundamental tienen que ver con condiciones estructurales que, en todo caso, Clinton supo aprovechar al máximo.
Como consecuencia de ello el número de magnates trepó a cinco millones. No sólo los muy ricos viven bien en Estados Unidos; también su poderosa clase media ha mejorado la calidad de vida, como lo demuestra el hecho de que dos de cada tres norteamericanos tienen casa propia y el 48 por ciento de los habitantes tiene acciones en la Bolsa.
En contraste con estos datos, la realidad también exhibe a 32 millones de norteamericanos viviendo por debajo del nivel de la pobreza y 42 millones que carecen de seguro médico. Las proporciones entre riqueza y pobreza no son demasiado equitativas: el uno por ciento recibe el 38 por ciento de la riqueza nacional y el 82 por ciento sólo percibe el 35 por ciento de esa riqueza.
La pobreza en sus versiones más extremas y desoladoras sin embargo no es un tema central de los candidatos. Ese doce por ciento de miserables no interesa en una campaña electoral en donde se sabe que la gran mayoría de ese sector no vota, con lo que se demuestra que en las sociedades de abundancia el voto obligatorio es una garantía a favor de los pobres, porque obliga a los candidatos a mejorar su oferta con el objetivo de conquistar esa franja del electorado.
No obstante Al Gore se ha comprometido a trabajar para reducir ese porcentaje. Con respecto a George W. Bush, el tema no es demasiado importante, entre otras cosas porque a su juicio las cuestiones sociales las deben resolver las sociedades de beneficencia y no el Estado. Bush ha preocupado en explicar durante la campaña que no es un reaccionario insensible, y para probarlo no se le ocurrió nada mejor que definirse como un «conservador compasivo», una toma de posición que lo único que ha logrado es que los estudiantes de ciencias políticas deban profundizar desesperadamente sus estudios para establecer la categoría conceptual de ese «conservadorismo compasivo».
El otro candidato que participa en estos comicios es Ralph Nader. Gore está furioso con él porque le «roba» votos de la franja progresista. Por su parte, Nader no se privó en toda la campaña de acusar a los dos candidatos de representar lo mismo.
Nader tiene 66 años y goza de un prestigio intachable entre los sectores progresistas. Austero y virtuoso, vive en una casa alquilada, carece de auto y el dinero que gana dictando conferencias o publicando libros lo invierte en la fundación dedicada a la defensa del consumidor. Los norteamericanos no tienen más que reconocimientos para con este militante de la sociedad civil que libró luchas a brazo partido contra el tabaquismo y enfrentó al poderoso imperio automotor de Michigan y los obligó a incluir en los autos el cinturón de seguridad y el parabrisas irrompible.
Sin embargo, a pesar de sus virtudes y talentos, es probable que Nader no supere el cinco por ciento de los votos, un porcentaje mínimo que de lograrlo le permitiría obtener los fondos estatales necesarios para organizar un partido político que en el futuro les dispute a los demócratas algunas bancas y estados.
El martes a última hora se sabrá quién es el presidente que durante cuatro años dirigirá la política de la primer potencia del mundo. En realidad, la proclamación del nuevo mandatario se conocerá una vez reunido el Colegio Electoral, una institución creada por los Padres Fundadores para equilibrar el peso de los estados grandes con los chicos y que en la Argentina rigió hasta la reforma del Pacto de Olivos.
De todas maneras, de lo que todos están seguros es de que gane quien gane, las líneas fundamentales de la política norteamericana no se modificarán. Es verdad que los demócratas suelen ser un poco más progresistas que los republicanos, pero esa orientación es vivida con más intensidad por los votantes que por los dirigentes, muchos de los cuales pertenecen al establishment político o empresarial y las decisiones que toman tiene más que ver con los intereses de ese sector que con las expectativas progresistas o conservadoras de ese electorado que, por otra parte, en lo fundamental está satisfecho con la sociedad en que viven y lo que menos desean es que se produzcan cambios.