Frankfurt, sus luces y sus sombras

Uno espera llegar a Frankfurt para caminar por la misma ciudad en donde estudiaron, discutieron y conspiraron los autores de la Teoría Crítica, y descubre que la presunta ciudad de los filósofos ha sido desplazada por la ciudad de los financistas, los banqueros y la industria química.

Adorno, Marcuse y Horkheinmer son apenas un recuerdo difuso del pasado, un tema para coleccionistas de antigüedades y nostálgicos de un tiempo que pocos recuerdan y a nadie le interesa que retorne. Como justificando aquello de que nadie es profeta en su tierra, pareciera que en Frankfurt el interés por la Teoría Crítica es parecido al interés que despierta en los santafesinos el gobierno de Serbando Bayo o la política educativa de «Mascarilla» López o las investigaciones del doctor Francisco Díaz acerca de la labor depredatoria de la lechuza amarilla en Alto Verde.

Cualquier vecino de la ciudad sabe que Frankfurt puede ser recordada por Goethe o por los Rothschild o por la iglesia de San Pablo en donde se firmó la unidad alemana, o por sus sidras exquisitas o por las noches de luna a orillas del Main, que por la Teoría Crítica, uno de los momentos más altos de la investigación marxista que los frankfurtianos se empeñan en ignorar.

También vive en Frankfurt, Daniel Cohn-Bendit. El mítico dirigente «rojo» del «mayo francés» no es recordado por su participación en las barricadas del Barrio Latino, sino por su militancia en el Partido Verde y su actual diputación en la Unión Europea. Para los inmigrantes, Cohn-Bendit es en la actualidad uno de los referentes privilegiados, pero ese mismo inmigrante abre los ojos con asombro cuando se le dice que en realidad «Daniel» se ganó un lugar en la historia cuando desde la Universidad de Nanterre reivindicó «la imaginación al poder» y el derecho a «soñar con lo imposible».

Frankfurt debe tener algo más de 600.000 habitantes. Y digo «debe» porque ninguno de los interlocutores se puso de acuerdo respecto de la cifra definitiva. La ciudad es el centro financiero de Alemania y de la Unión Europea. El puesto lo obtuvo después de la guerra, cuando Berlín fue repartido entre las potencias ganadoras y la burguesía germana pensó que la ciudad de los Rothschild bien merecía recuperar su lugar de plaza financiera.

Hoy la ciudad es una especie de Wall Street ocupada por banqueros japoneses y gobernada por una alcaldesa tan linda como conservadora que responde al nombre de Petra Roth. También como en Wall Street, la actividad social se desarrolla de lunes a viernes, porque los fines de semana la gran mayoría se traslada a las ciudades-dormitorio que responden al nombre de Kronberg, Oberursel o Bad-Homburg en donde las casas son amplias y arboladas, los prados son verdes, los jardines estallan con flores y los alemanes se atiborran de cerveza, salchicha y sidra.

La otra originalidad de Frankfurt es su multiculturalismo. Oficialmente el 35 por ciento de la población es extranjero y se considera, sin exagerar, que conviven alrededor de 180 nacionalidades. La mayoría de los inmigrantes son turcos, africanos y yugoeslavos, pero el que quiera saber cómo se vive o se habla en el mundo no tiene más que ir a Frankfurt para ponerse al día.

Curiosamente la presencia masiva de extranjeros no genera problemas raciales. Según la opinión de los dirigentes locales, los rebrotes neonazis y los episodios de violencia importantes ocurren en ciudades o pueblos donde la presencia extranjera es muy minoritaria. O en las regiones del Este en donde no se habrían desarrollado políticas de autocrítica por lo ocurrido durante los tiempos de Hitler.

En efecto, para la guía que nos acompaña, en la Alemania comunista la cuestión del nazismo fue un problema del capitalismo, y por lo tanto no existió una estrategia orientada a evaluar las causas por las que Hitler llegó al poder con el apoyo entusiasta de millones de alemanes. Por esas paradojas de la historia, en la Alemania capitalista el sentimiento de culpa fue tan intenso que sus pobladores elaboraron y levantaron mecanismos de defensa más sólidos contra la tentación racista o neonazi.

El argumento me convence a medias, pero no deja de tener su lógica. De todas maneras, lo cierto es que en Frankfurt la presencia masiva de los extranjeros obliga a una intervención del Estado para regular y mediar en los conflictos de convivencia que, en la mayoría de los casos, se resuelven pacíficamente, aunque, a decir verdad, a los alemanes viejos la invasión de turcos, negros, árabes y japoneses les produce un leve escozor en la nariz.

El rol del poder púbico para mediar en los conflictos raciales es decisivo, al punto tal que la Municipalidad sostiene la llamada Oficina de Asuntos Multiculturales, que no sólo se ocupa de resolver las dificultades que se le presentan a los extranjeros, sino que además alienta su participación política y organización comunitaria.

Como toda ciudad europea, en Frankfurt los avances de convivencia se combinan con las sórdidas prácticas de las «zonas rojas», es decir espacios de la ciudad ocupados desde que caen las sombras por prostitutas ajadas y de las otras, rufianes crapulosos, enfermos de sida que piden limosna, drogadictos que se amontonan en un costado de la calle para iniciar el viaje habitual, travestis que hacen señas desde los bares y lesbianas que se besan como si las estuvieran filmando.

En estos lugares también predominan los extranjeros, pero sería un error suponer que el vicio, la violencia y la corrupción son patrimonio de ellos. La droga o el sida no distinguen ni raza ni clases sociales, como tampoco discriminan a la hora de cobrarse las víctimas.

Lo que se ve en la «zona roja» no es diferente de lo que se ve en cualquier ciudad del mundo. Están ubicadas cerca de la estaciones de trenes y colectivos, las calles son oscuras, las casas se caen de viejas y desde la vereda se observa el interior de esos boliches iluminados con luz roja o verde en donde hombres solos conversan con mujeres de polleras cortas, pantalones ajustados y demasiada pintura en la cara.

Por la calle chicas y chicos caminan con sus latas de cerveza en la mano o te contemplan con ojos de niebla sentados en el cordón de la vereda. Lo que más impresiona es el silencio que envuelve como en una mortaja a estos deshechos humanos que, noche a noche, inician su tétrico recorrido, un silencio que parece caer desde el cielo y flotar en el aire como una niebla espesa.

Lejos de mi ánimo andar dando lecciones de moral o de buenas costumbres, pero yo no sé si serán los años, la condición de provinciano o todo junto, pero la escena de una chica de no más de veinte años inyectándose en la pierna y a la vista de todos, a uno lo deja como impresionado, sobre todo porque a los únicos que el espectáculo parecía llamarle la atención era a nosotros, pobres santafesinos que aún no nos acostumbramos a ver una chica jovencita arrancarse una venda chorreada de sangre para inyectarse allí la dosis necesaria para seguir viviendo.

Curiosamente, a media cuadra de donde se desarrollaba esta escena funciona un centro de rehabilitación de drogadictos que trabaja toda la noche y cuya tarea es brindar ayuda y descanso a las almas en pena que vagan por la Kaiserstrasse (avenida del Emperador) y que en algún momento quieren una cama, una taza de café caliente o la ayuda de un profesional.

A diferencia de América latina, en Frankfurt, como en toda Alemania, las políticas sociales se orientan a proteger a las minorías, porque se presume que las mayorías tienen sus problemas básicos resueltos. Alemania vive con un ingreso casi cuatro veces superior al nuestro. Esto no los exime de conflictos, tensiones y situaciones de violencia, que en algunos casos son tan duras como las nuestras, pero convengamos en que sus problemas se desarrollan en un marco de disponibilidad de recursos que nosotros desconocemos.

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