Si el programa para derrotar en 1983 al régimen militar fue el Preámbulo de la Constitución Nacional, el programa para derrotar al populismo treinta años después muy bien podría ser su artículo 1°, aquel que adopta como forma de gobierno el régimen representativo, republicano y federal. Recordemos. En 1983 Alfonsín pronunció con tono austero aquellas palabras que los argentinos necesitábamos y queríamos escuchar. El Preámbulo expresaba con frases sencillas el espíritu antagónico a l régimen militar. Desde agitadas tribunas callejeras o en improvisados palcos, con el asentimiento del pueblo y el cielo como testigo, esas palabras se hicieron pasión, sensibilidad y deseo.
Una oración laica recuperada desde el fondo de la historia nos recordó nuestra condición de ciudadanos. Si el pueblo argentino hoy honra a Alfonsín, no es tanto por sus aciertos o errores, como por haber expresado en un momento histórico trascendente la dignidad de la política, esa capacidad para encarnar las esperanzas más elevadas de un pueblo.
Hoy la Constitución no está amenazada por el cuartelazo militar, sino por el populismo. No son Pinochet, Banzer o Videla los que acechan, sino Maduro, Ortega, Correa o, su versión local, el kirchnerismo. Cada cual con sus obsesiones, vanidades y miserias. El populismo. La maldición del populismo. Con sus líderes prepotentes y narcisistas, tramposos y descreídos, manipuladores y perversos.
¡Cuánta teoría, cuánta tinta corrida para justificar el maridaje entre la añeja sed de poder y los hechizos de la demagogia! ¡Cuántas felonías y farsas para engalanar al despotismo! ¡Cuántas invocaciones a valores justos y sagrados para lograr exactamente lo opuesto! ¡Cuántas ilusiones quebradas y cuántas oportunidades perdidas!
El populismo. Se trata de un enemigo viscoso, sórdido, solapado, un enemigo que opera con los recursos de la democracia, se alimenta de sus debilidades y logra la adhesión popular alentando las pasiones más innobles y medrando con las necesidades más sentidas de la pobre gente. ¿Todo es malo? Vale para su obra aquello que dijera el cardenal Richelieu de sí mismo: «El poco bien que hizo lo hizo mal y el mucho mal que hizo lo hizo bien».
Democracia representativa, republicana y federal. Tres palabras que de realizarse definirían un antes y un después en nuestra cultura política. Tres palabras ligadas con los lazos invisibles de la razón y la fe, esa consistente hebra de seda que une a Alberdi con Esquiú, a Sarmiento con Avellaneda, a Mitre con Pellegrini, a Indalecio Gómez con Joaquín V. González. El balance histórico es tan desolador como transparente. Los militares en el poder derogan los preceptos del Estado de Derecho; los populistas los degradan y los corrompen. Hoy a estos principios republicanos no se trata de fundarlos, sino de recuperarlos. ¿Antiguos? Como los valores de Pericles, los desvelos de Maquiavelo, las tribulaciones de Weber, las esperanzas de Aron.
Se impone para eso una democracia representativa que haga realidad el acto de elegir y ser elegido; que no recurra a la vileza de humillar a los más débiles obligándolos a vender el voto para que, en definitiva, sea la libertad y no la necesidad la que decidan; una democracia representativa que impida que desde el Estado el gobierno de turno mienta, maniobre y manipule; una democracia que sea representativa, no delegativa; popular, no populista; de ciudadanos, no de clientes.
Una república que disponga del poder de limitar al poder. Una república de ciudadanos, no de masas sometidas por la demagogia del déspota o de la jefa; una república que ponga fin a los sucesivos principados cleptocráticos de tierra adentro que nos asolaron en los últimos 25 años; una república con reglas de juego que se cumplan para legitimar el poder y abrir hacia el futuro la diversidad de las esperanzas.
Y un régimen federal que devuelva la autonomía a las provincias; que ponga punto final al hábito perverso de los gobiernos electores; que conciba al federalismo como federalismo político y fiscal; que impida que desde el Ejecutivo nacional un déspota caprichoso, arbitrario y ávido de poder reparta premios y castigos como si se dirigiera a siervos y vasallos.
No será fácil hacerlo. Ningún emprendimiento trascendente lo es. Rechazar, por lo tanto, la tentación de resolver los problemas de la noche a la mañana. Apostar al gradualismo, a la lógica de las reformas, a la ética del progreso. La Argentina no nació ayer ni la vamos a cambiar antes de la caída de la tarde. «Debemos tomar a la República Argentina, tal cual la han hecho Dios y los hombres, hasta que para que con la ayuda de Dios y los argentinos la vayamos cambiando», como dijera con palabras sabias don Bartolomé Mitre.
Ayer los militares, hoy el populismo. No son flores exóticas, son pulsiones, prácticas sociales que se hunden en nuestra historia, están incorporados en nuestros hábitos, dictan nuestras costumbres. Sarmiento invocaba la sobra terrible de Facundo, para que «retornado del ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo. Tu conoces el secreto, ¡revélalo!».
De eso se trata. De revelar un secreto, de interrogar a la esfinge. ¿Quién puede anunciar esa revelación? Tal vez nuestra clase dirigente. Lo decía José Manuel Estrada: «La democracia debe ser el gobierno de todos, dirigida por los mejores». Y no nos engañemos: los mejores no provienen del linaje o la fortuna, sino del talento y la inteligencia. Políticos que no se compren de a tres por un peso, como dijera Hipólito Yrigoyen; políticos que dispongan de esa sed de futuro que Natalio Botana le atribuía a Franklin Delano Roosevelt; políticos con esa inusual capacidad de vivir el futuro en tiempo presente, como le reconocía Paul Groussac a Sarmiento; políticos con roles docentes, que no nos crucifiquen en nuestras miserias y vicios, sino que nos liberen alentando lo mejor de nosotros mismos; políticos con vocación de estadistas, como insiste con frecuencia Luis Alberto Romero.
No buscar entonces la clave en utopías estériles, en realismos mediocres, en elixires teóricos que conducen al árido territorio del fracaso, sino indagar con mirada limpia en la caligrafía armoniosa de ese primer artículo de la Constitución, que nos recuerda que si queremos ser libres y justos, debemos empezar por hacer realidad esas tres palabras que todo gobierno debería tener presente como una exigencia, una ética y una esperanza: representatividad, república y federalismo.