Los rigores de la política fueron su destino, pero su sensibilidad fue la de un poeta. Sabía de las exigencias del poder, conocía sus vericuetos y trampas, pero carecía de la pasión del poder que dominaba, por ejemplo, a hombres como Roca o Pellegrini. Nunca rehuyó las exigencias de la acción, pero por temperamento era un contemplativo, un hombre aficionado a las meditaciones y la reflexión.
Si Joaquín V. González merece ser recordado cuando acaba de pasar un nuevo aniversario de su nacimiento es porque sus preocupaciones son las nuestras. No lo asustaba el conflicto ni las diferencias, pero lo afligía nuestra crónica tendencia a reproducir discordias permanentes. Siempre admitió pertenecer a la clase dirigente, pero nunca dejó de objetar la dificultad de esa clase para entender que el mejor camino para asegurar los logros era promover las reformas que la realidad social imponía.
¿Cómo integrar a las masas en un país que crece y cambia y que ya no puede ser gobernado como en los tiempos de la Gran Aldea? Tal el interrogante al que se propuso darle una respuesta política adecuada. González advertía sobre los peligros de la revolución y los riesgos de las revueltas. La alternativa eran las reformas, pero las reformas exigían conciencia histórica y talento político. Al respecto, nunca se cansó de advertir que las reformas tardías podían ser tan perjudiciales como las prematuras. La experiencia de los Borbones en un caso o las de Rivadavia en el otro eran elocuentes.
Curiosamente, el hombre que teorizó acerca de la necesidad de tener razón a tiempo fue derrotado por «la fuerza de las cosas». Sus iniciativas más lúcidas no fueron aprobadas por sus contemporáneos, incluida su propuesta de construir un partido conservador, liberal y democrático que afianzara en el campo de la política los beneficios asegurados en la economía y la cultura.
A González la historia le asignó la misión de pensar la Argentina que debía transitar de la república posible a la república verdadera. Si en los 80 la tarea fue el orden estatal, en los inicios del siglo XX la prioridad consistía en conjugar el imperativo del orden con los desafíos del progreso. La reforma electoral de 1902 y el código de trabajo promovido por él en esos años apuntaban a resolver desde «arriba» las tensiones entre sociedad y poder. Sus adversarios les imputaron a él y a sus colaboradores el fracaso de sus iniciativas; hoy sabemos que ese fracaso nos pertenece a todos.
A los grandes hombres se los conoce por la elección de sus maestros. Los de Joaquín V. González fueron Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. Como Mitre, quiso ser poeta, pero lo que se impuso fue la política; como Mitre, entendió a la historia como un saber indispensable para conocer las claves de la sociedad. De Sarmiento compartió la sensación de saberse provinciano en Buenos Aires y porteño en las provincias. El sanjuanino nos legó Recuerdos de provincia; el riojano, Mis montañas. La Nación pensada como una unidad espiritual que incluye los tonos y matices del terruño.
Joaquín V. González nació en Nonogasta, una modesta localidad de La Rioja, el 6 de marzo de 1863. Nunca fue pobre ni pasó necesidades, pero su familia poseía más linaje que dinero. Alguna vez confesó que jamás se fue de su provincia, que el rumor de las acequias, los atardeceres melancólicos en la montaña, las sombras hospitalarias de las alamedas, el silencio imponente de las altas cumbres, el sabor agridulce de las frutas y el canto de los pájaros siempre estuvieron presente en la intimidad de su corazón y lo asistieron cada vez que las ingratitudes de la política o la impiedad de los hombres amenazaban con derribarlo.
Imposible encasillarlo en una ideología: fue liberal, conservador, progresista y muchas cosas más. En algunos, las contradicciones son una debilidad o un vicio; en él, fueron una fortaleza y una virtud. El liberal sincero no renegaba del rol del Estado en materia social; el conservador clásico creía en las bondades del cambio; el progresista no renunciaba a las exigencias del orden; el positivista simpatizaba con los místicos orientales; el ciudadano de mundo prefería vagabundear por los senderos de sus montañas que pasear por las calles de París o Londres. Los que tuvieron la dicha de conocerlo ponderan su señorío provinciano, su trato afable, sus modales austeros, la ironía delicada, la humildad que nunca se confunde con el servilismo.
Desconfió de las revueltas y las revoluciones y condenó con términos lapidarios a la revolución rusa de 1917. Sin embargo, cuando sus pares del Senado expulsaron a Del Valle Iberlucea por haber adherido a ella, se opuso a esa sanción en nombre de sus ideales liberales. Y cuando el senador socialista falleció pocos meses después, González lo despidió en el cementerio con palabras que distinguían las borrascas de la lucha política del apacible y cálido mundo de los afectos.
Nunca dejó de considerarse un integrante de la clase dirigente. Vivió esa pertenencia más como una responsabilidad que como un privilegio. Alguna vez lo acusaron de ser un hombre del régimen. «No tengo ni tendría por qué ruborizarme por haber pertenecido a él», respondió. Sus razones tenía. Si Sarmiento le reclamaba a Facundo -o a la sombra de Facundo- que le revelara el secreto que desgarra las entrañas de un noble pueblo, para González ese secreto sólo podía ser descifrado por esa elite dirigente a la que pertenecía.
Murió en diciembre de 1923. Presintió la llegada de la muerte y la afrontó con coraje y discreción, las dos virtudes que guiaron su vida. Según Ricardo Rojas, hubiera querido dar el último suspiro en Chilecito, pero el hombre que fue gobernador, diputado y ministro no tenía dinero para pagarse el viaje. Su última mirada al mundo no fue al cielo de su infancia, sino a los grises edificios de la calle Sucre. Tal vez entonces recordó uno de sus versos más bellos y tristes: «Toda estrella vista a través de una lágrima es una cruz».