El derecho al ocio

Así tituló el socialista y yerno de Carlos Marx, Paul Lafargue, un pequeño libro que valorizaba las virtudes del ocio en una sociedad que reivindicaba el trabajo como exclusiva meta humana. El libro en su momento provocó un gran revuelo, porque hasta los socialistas más radicalizados creían lo contrario.

Para esa misma época, Oscar Wilde escribió un libro extraordinario titulado «El alma del hombre bajo el socialismo» que, a contramano de los rigurosos planes deterministas de los marxistas alemanes y franceses, reivindicaba las virtudes del ocio creativo.

Herman Hesse escribió largos artículos calificando al ocio como un arte. Como buen alemán culto y sensible, el autor de «Demián» rechazaba las exigencias productivistas de la modernidad y describía con minuciosos y sabrosos detalles los momentos de abandono, cuando el espíritu parece liberarse de las presiones de la vida cotidiana y vuela hacia lo alto en búsqueda de la belleza, la contemplación o la felicidad.

Convengamos que hoy la palabra «ocio» está algo desprestigiada. Para el chato sentido común de los tiempos que corren el ocio se asimila a vagancia, vicio, irresponsabilidad, parasitismo o algo peor. Lo que ocurre es que por ignorancia o mala fe se confunde ocio con vagancia, cuando en realidad el ocio es un arte que exige lucidez, energía espiritual y una sensibilidad despierta y decidida a captar aquello que es invisible para los ojos del hombre ocupado en ganar dinero, obedecer o creer que lo que le dicen los que mandan es una verdad absoluta.

El mendigo derrotado por el alcohol no tiene nada que ver con el ocioso. El indolente que ha renunciado a pensar por cuenta propia no es el ocioso que pondera Lafargue o Hesse. Ciertos vástagos de las clases altas que nunca han trabajado están en las antípodas de la actividad ociosa reivindicada por Lafargue.

El ocio como práctica humana tiene que ver con el desarrollo de nuestra inteligencia sensible y afectiva. En sociedades en donde la productividad tiñe con su lógica hasta la actividad sexual, el ocio pone en un primer plano la capacidad creativa como una facultad exclusiva del hombre.

Cuando los viejos socialistas reivindicaban las jornadas de trabajo de ocho horas, no lo hacían porque eran vagos, sino porque consideraban que la vida valía mucho más que el trabajo por un salario y que un hombre tenía el derecho a disfrutar del tiempo libre para leer, pintar, viajar, escuchar buena música, contemplar el paisaje o enamorarse.

Para los romanos el «ocio» era la palabra opuesta a «negocio». El ocio estaba pensado como un atributo de las personas libres, de los patricios o de los aristócratas. Lo que Wilde nos dice es que esa virtud ejercida por los aristócratas ahora debe extenderse a todos. Alguien podrá decir que para llegar a esa situación falta mucho, pero no está de más saber por dónde pasan las cosas importantes de la vida, sobre todo en un mundo cuya lógica somete a las grandes mayorías a expiar sus pecados a través del trabajo y adorar al becerro de oro del consumismo.

Tal vez no sea casualidad que en la puerta de los campos de concentración de los nazis se leía la siguiente consigna: «El trabajo libera». ¿Entonces no hay que trabajar? No es ésa la alternativa. Lo que interesa es aprender a diferenciar lo que importa de lo banal; lo que nos hace libres de lo que nos oprime, lo que nos humaniza de lo que nos transforma en objetos.

No estamos en el mundo para trabajar como burros. Una cosa es que tengamos que hacerlo y otra cosa es que encima creamos que vinimos al mundo para eso. Si es verdad que todo hombre hace una diferencia, esa diferencia pasa por la singularidad, por cultivar aquello que nos hace más nobles, más justos y más humanos. Jean Paul Sartre decía que la libertad no es hacer lo que quiero, sino querer lo que hago.

El ocio, entonces, debería ser considerado un derecho humano para el laico y una exigencia divina para el hombre religioso. Ni la creatividad ni la belleza son posibles sin el tiempo libre; tampoco la auténtica contemplación y la oración son pensables en sociedades que han hecho de la publicidad, el mal gusto y los lugares comunes su razón de ser.

 

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