El placer de las charlas

El gusto por las charlas inteligentes entre amigos ha ido declinando y en más de un caso ha desaparecido. Uno de los pequeños dramas de los tiempos modernos es que no hay muchas posibilidades de charlar con alguien que nos merezca confianza. No me refiero a la conversación por razones prácticas o laborales, tampoco a la confesión con un sacerdote o un psicoanalista que, bien mirado, vendría a ser lo mismo. Me refiero a esa charla sostenida con un amigo o una amiga sobre esos temas que solamente se pueden conversar alrededor de una taza de café, un liso o una caminata en la plaza de siempre; a esa charla hechas de tonos suaves, de palabras sencillas y revelaciones luminosas.

Ese gusto por cultivar la intimidad se ha ido perdiendo y pareciera que se hace cada vez más difícil recuperarlo. Tal vez uno de los signos confusos de los tiempos que corren es esa tendencia a olvidarnos de nosotros mismos en nombre de ocupaciones que en más de un caso nos hemos inventado para escapar al encuentro con uno mismo.

Se dice que las sociedades modernas son sociedades individualistas. Yo diría que son sociedades de masas, sociedades en donde todos tendemos a parecernos: nos vestimos atendiendo el grito de la moda, consumimos los mismos objetos, corremos detrás de los mismos espejismos y aquello que nos hace diferentes, únicos e irrepetibles es dejado de lado en nombre de las grandes metas colectivas.

Ojalá fuéramos un poco más individualistas, ojalá nos preocupáramos más por nosotros mismos, ojalá aprendiéramos a valorar aquello que no está inscripto en la publicidad ni en los afanes de la competencia, sino en nosotros mismos y que si lo supiéramos recuperar seríamos mucho más humanos con nosotros y con los otros.

«Quien habla solo espera hablar con Dios un día», decía nuestro Antonio Machado. Yo no pretendo tanto, simplemente reivindico la necesidad de conquistar para nosotros esa capacidad de compartir con el amigo unos instantes que, aunque no seamos capaces de admitirlo, se parecen a esa felicidad que nace de las intimidades compartidas.

No se trata de indagar sobre grandes abstracciones o sobre los temas de la actualidad social o política, sino de compartir esas pequeñas experiencias del corazón que van desde el comentario de un libro, una película o una vieja canción que escuchamos por la radio, a los temas que en cierto momento nos preocupan, nos alegran o nos inquietan.

Se trata de repasar hechos ocurridos, comparar observaciones, hablar de algún amigo que ya no está, o de los tiempos que se nos fueron, sin aparatosidades, sin retóricas oficiosas, sino con ese delicado tono intimista que sólo se logra cuando hemos logrado despojarnos de las urgencias cotidianas y estamos decididos a explorar sobre esas cuestiones que aparentemente pareciera que no son prácticas ni importantes, pero que si no fuéramos capaces de vivirlas y compartirlas, en algún momento nos daríamos cuenta de que hemos sido despojados de algo importante.

Agobiados por los problemas de todos los días desatendemos o dejamos de lado esta gimnasia del espíritu que es la comunión con el amigo o la amiga. Es curioso lo que nos ocurre; trajinamos nuestros días detrás de exigencias que cumplimos en nombre del deber y la responsabilidad, pero subestimamos o sacrificamos en nombre de grandes pretextos esos instantes preciosos que se comparten una tarde de lluvia en un discreto café del centro o esas mañanas luminosas caminando por el bulevar o en el banco de una plaza bajo la sombra fresca de un árbol.

Siempre encontramos excusas para no darnos esas pequeñas satisfacciones; cuidamos el jardín de la casa, limpiamos el auto, pero no nos preocupamos por las pequeñas alegrías del corazón, ésas que no nos van a hacer más importantes, ni más eficientes, ni más poderosos, pero que sin ellas los días serían mucho más áridos y las noches mucho más largas.

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