¿A quién votamos: ¿al líder o al partido? ¿A Macri o a Pro? ¿A Scioli o al kirchnerismo? La respuesta inmediata parece imponerse: al líder. Los tiempos que corren no parecen ser tiempos de partidos políticos. Todo se inclina a favor del líder, de la persona capaz de despertar expectativas colectivas por sus atributos personales, del personaje dotado de los atributos de la imagen.
Sin embargo, corresponde advertir que en política no conviene confiarse en las apariencias. Votamos al líder, pero el líder necesita de una estructura partidaria. No hay líder navegando sobre la nada. Para expresarse necesita de un colectivo que lo exprese territorialmente, que lo acompañe en el ejercicio del poder. Ese colectivo lo podemos denominar de diferentes modos, pero en nuestra tradición política se lo conoce con el nombre de «partido».
En los tiempos que corren, los liderazgos no nacen necesariamente de los partidos, pero hasta el líder más mediático en algún momento necesita del partido. En nuestro país, por ejemplo, los candidatos salidos del universo de la farándula o el deporte fueron proclamados como tales desde algún partido tradicional. Es el caso de Ramón «Palito» Ortega, Carlos Reutemann, Daniel Scioli o Nito Artaza.
Mauricio Macri marca algunas diferencias: proviene del mundo empresario y la dirigencia deportiva, pero en lugar de sumarse a los partidos tradicionales construye su propio partido. Macri percibe con singular intensidad que no sólo el partido es necesario, sino que, además, esa estructura se debe diferenciar de los partidos tradicionales, aunque su destino, si perdura, sea necesariamente el de adquirir estatus de partido tradicional, un estatus que paradójicamente constituiría la realización de un emprendimiento, en tanto toda iniciativa política apunta como objetivo a consolidarse como partido. «Ojalá alguna vez seamos un partido tradicional», dijo Mujica a un periodista que le predecía al Frente Amplio un opaco destino si se transformaba en un partido tradicional.
Liderazgos como el de Macri no son nuevos en la ciudad de Buenos Aires. Lo nuevo, además del escenario histórico, es el partido político y la voluntad de proyectarse a nivel nacional, de ser presidente de los argentinos. Se dirá que en nuestro reciente pasado algo parecido hicieron Aramburu, Manrique y Alsogaray. Algo parecido, pero no más que eso. Por lo pronto, Macri no es militar, no se presenta como el titular de una escabrosa épica política como intentó ser la Revolución Libertadora o de una rígida definición ideológica como el liberalismo de Alsogaray. La experiencia de Pro, además, se presenta con posibilidades ciertas de perdurar en el tiempo, cosa que no sucedió con Udelpa, el Partido Federal o la Ucedé.
Es muy difícil pensar a Pro sin Macri, pero no es inapropiado postular que Pro como estructura partidaria ya ha adquirido vida propia, una virtud que se la reconocen incluso sus más enconados adversarios. En efecto, cuando un partido crece territorialmente, cuenta con militantes, bancada parlamentaria, liderazgos locales e intelectuales que lo piensan, es porque ya ha adquirido algo así como una mayoría de edad.
Como en la vida, la mayoría de edad es una posibilidad hacia el futuro que debe ponerse a prueba en el tiempo. Ningún partido, ni siquiera el más tradicional, tiene garantizada la vida eterna, pero no todos los proyectos de partido llegan a esta mayoría de edad que exhibe Pro, una mayoría de edad que las recientes internas de la ciudad de Buenos Aires así confirmaron.
Quienes han estudiado su historia señalan que Pro es un emergente de la crisis de 2001, que la heterogeneidad cultural y política fue la clave de su origen, que descree de las ideologías y propone como alternativa la gestión. ¿Ambiguo? Por supuesto, pero esa condición estuvo presente en el origen de todos los partidos de masas y, en todos los casos, esa ambigüedad fue una de las claves de su existencia.
Las etiquetas que intenten añadirle a Pro son siempre forzadas. Tildarlo de conservador, liberal o derechista son denominaciones incompletas. En recientes declaraciones, Durán Barba lo calificó de izquierdista, calificación más cercana a la humorada que a una denominación académicamente seria. Habría que decir, además, que los dos grandes partidos tradicionales -el peronismo y el radicalismo- también se resistieron a ser calificados ideológicamente y siempre rehuyeron a ser encasillados en las clásicas denominaciones de derecha e izquierda.
El otro tema es el rol de los líderes. El término despierta prevenciones y suspicacias. «Líder» se conecta con fascismo, populismo, demagogia, afanes de eternizarse en el tiempo, atributos mágicos. No son prevenciones arbitrarias. El siglo XX ha dejado lamentables y trágicas enseñanzas. Pero al mismo tiempo ese mismo siglo dio liderazgos como los de Churchill, Roosevelt, De Gaulle, Kennedy, Ben Gurión, Adenauer, liderazgos sin los cuales no sería posible pensar el paradigma democrático de la modernidad.
Lo que en todo caso parece estar fuera de discusión es que en política los líderes son necesarios. Hablar del líder implica admitir que el individuo importa y que ninguna forma de gobierno necesita tanto de los líderes como la democracia, porque, bueno es saberlo, la política no se expresa anónimamente. Ocurre que todo emprendimiento colectivo necesita de líderes, de dirigentes capaces de traducir los enigmas del poder en imágenes populares, de hombres que disponen de una singular sensibilidad y talento para expresar una visión del mundo, una singular mirada del proceso social, mirada que se proyecta hacia el futuro, pero que ilumina las escabrosidades del presente.
El desafío abierto a Pro, pero no únicamente a Pro, es verificar en la práctica histórica si es posible un liderazgo democrático, un liderazgo sometido a las reglas institucionales de la República, un líder que, como Washington, sea paradójicamente, capaz de eliminarse a sí mismo. ¿Lo será Macri? No lo sabemos. El pasaje de líder porteño a líder nacional no es sencillo y conquistar el poder, mucho menos. Sí sabemos que el liderazgo es necesario y en cierto punto deseable. ¿Liderazgo democrático o liderazgo populista? ¿Macri o Scioli? ¿Massa o Sanz? ¿Carrió o Randazzo? El bastón de mariscal puede estar en la mochila de cualquiera de ellos o de ninguno. El secreto pertenece a los dioses, pero en todos los casos son los hombres los encargados de develar quién será el hombre encargado de meter mano a los engranajes de la historia, como le gustaba decir con tono escéptico al bueno de Weber.