Un viejo santafesino me decía que en estas tierras el verano es necesario porque nos pone a prueba. Si después de haber atravesado las humillaciones del calor -repetía- seguimos creyendo que Santa Fe sigue siendo una ciudad digna de ser vivida, es porque estamos llamados a ser inevitablemente santafesinos.
A ese mismo amigo le comentaba que he aprendido a querer a esta ciudad en la distancia, en el recuerdo. Fue necesario sospechar que nunca más podría regresar a Santa Fe para empezar a descubrir en lo cotidiano paisajes que sólo el desarraigo es capaz de construir.
No hay oficio más monótono que quejarse de la ciudad en la que uno vive. La letanía no es diferente a la que practican quienes suponen que su vida es la más desgraciada y miserable del universo o que su trabajo es el más insalubre de la tierra. En ese sentido, no hacerse cargo de la ciudad es muy parecido a no terminar de asumir la cara que nos tocó en suerte o la familia de la que, para bien o para mal, formamos parte. No asumir la ciudad, en definitiva, es no asumirse uno mismo.
Se sabe que el oficio de rechazarnos a nosotros mismos es cómodo y a fuerza de reiterado no sólo es poco imaginativo, sino que además termina por ser poco creíble. Reconciliarse con la ciudad en la que uno vive es algo más que una inexorabilidad geográfica. Hacerse cargo de que por estas calles y por aquellas avenidas, que en esta plaza y que por aquella costanera transcurre esa experiencia singular e irrepetible que es nuestra propia vida, no es resignación sino madurez.
Es verdad que esta ciudad a veces nos fastidia, nos molesta y nos empuja a maldecir por nuestro presente. Sin embargo, conozco amigos de Buenos Aires y de Córdoba a los que les ha pasado lo mismo. A Baudelaire lo he leído insultando su destino por haber nacido en París; Oscar Wilde en algún momento habló pestes de Londres; Norman Mailer ha dicho incendios de Nueva York; Tolstoi se ha quejado hasta las lágrimas de San Petersburgo y Thomas Mann nunca quiso a Berlín.
O sea que no hay paraísos, hay nostalgias de algún paraíso perdido; no hay ciudades o destinos malos, hay hombres y mujeres que no han sabido ser merecedores de su ciudad y su destino.
Sin embargo, a contramano de las tentaciones fáciles, yo voy a defender la necesidad de reconciliarnos con nuestra ciudad como única garantía de madurez y exclusiva posibilidad de cambiar lo que merezca ser cambiado. Yo no puedo proponerme una vida más justa o más feliz si siento que estoy enterrado en el infierno. Nadie puede proponerse algo noble y generoso si vive hundido en el resentimiento, la frustración y la desdicha. No es lo mismo pensar que a esta ciudad hay que hacerla más digna para todos, que suponer que esta ciudad es una basura. Las diferencias entre un estado de ánimo y el otro a veces son de matices, pero más de una vez en esos matices se está jugando lo más importante.
No se trata de adherir a un optimismo tonto y vacuo, se trata de hacerse cargo en serio de la propia vida y afrontar el destino que nos tocó en suerte. El viejo Borges decía que a pesar de tantas desdichas, debemos agradecer de estar vivos y descubrir a lo largo del día esos pequeños y a veces insignificantes momentos de felicidad que nos brinda la suerte.
Un liso tomado en un patio cervecero, la charla serena con un amigo, el reencuentro con una vieja amiga con la que tenemos cosas importantes que decirnos, un libro leído en el banco de una plaza, el recuerdo que -como un acto de magia- de pronto aparece en una esquina o lo transmite el sabor de alguna bebida o el perfume que flota en el aire, el rumor invisible de la laguna… Experiencias…instantes… que a veces no descubrimos y que merodean a nuestro alrededor, pero no nos dignamos reconocer. Experiencias que no son abstractas, que tienen un lugar y un espacio que para otros se llamará Londres, Madrid o Buenos Aires, pero que para nosotros se llama Santa Fe y que tiene el exclusivo valor de la experiencia intransferible, sin la cual no sabríamos reconocernos.