¿Por qué proclamar la victoria cuando aún faltaba escrutar el 30 por ciento de los votos? ¿Torpeza o maniobra? No lo sé y probablemente nunca se sepa. No hay motivos para denunciar fraude o trampa, pero la desconfianza, el recelo, la animosidad, se han instalado en la provincia; la sombra insinuante y temblorosa de la sospecha hace su paciente trabajo sobre la conciencia de los ciudadanos y la credibilidad de las instituciones.
Un mínimo de sobriedad política, de recato republicano, de paciencia cívica hubiera creado otras condiciones, y hasta es posible que hubiese legitimado la victoria del Frente Cívico. Pero no fue así. ¿Dónde está la culpa? ¿En dirigentes pícaros que aprovechan las grietas del sistema? ¿En una sociedad que cada vez cree menos? ¿O en ese clima de violencia manifiesta y solapada incentivada desde el poder, desde los discursos oficiales, violencia que horada las instituciones y la credibilidad?
Volvamos a Santa Fe. Dos meses antes no hubo fraude, pero hubo irregularidades. Un «imbécil», según calificó un destacado dirigente socialista al funcionario responsable, fue el autor del desquicio. También entonces un ministro del gobierno anticipó con sus inefables mesas testigo un resultado que después no fue confirmado por el escrutinio.
¿No alcanzaba con esa lección? Parece que no. Repasemos los hechos. A la hora en que el socialismo anunciaba que había ganado en Rosario y en la provincia de Santa Fe, los datos oficiales en la pantalla daban ganador por una diferencia mínima a Del Sel. ¿Quisieron entusiasmar a sus seguidores? ¿Ganar las tapas de los diarios porteños con la noticia? ¿Crear un clima de victoria que condicionase el desarrollo del escrutinio? Inútil hallar una respuesta. Tampoco creo que valga la pena calificar con el mismo adjetivo que se usara contra el funcionario torpe de las PASO, al dirigente que decidió dar la orden de tropezar dos veces con la misma piedra.
A las irregularidades de abril se suman las desprolijidades de junio. No hubo fraude, pero tal vez hubo picardías. Nada ilegal por supuesto. No son tiempos de violar urnas, asaltar mesas electorales, disputar a punta de pistola un atrio. Alcanza y sobra con la picardía criolla. Todo dentro de la ley, pero no tanto. Como dijo un político astuto e inescrupuloso: «Lo que importa no es quién vota, sino quién cuenta los votos». Así es la cosa. Contar y sobre todo administrar la información. Una cifra antes, otra cifra después, en el medio alguna caída del sistema, y poco a poco, casi sin darnos cuenta, el clima deviene en clímax.
Picardías como las mencionadas nos hacen mucho daño. Por ese plano inclinado nos vamos deslizando hacia el fracaso y la decadencia tarareando el «Arroz con leche» y jugando al «Gran Bonete». ¿Es necesario decir que las elecciones son uno de los momentos más trascendentes de la democracia? ¿Y que el escrutinio es un instante sagrado, el momento más íntimo de la vida pública, con su voto secreto y su cuarto oscuro? ¿Es necesario recordarlo?
De Castelli a la fecha, sabemos que la soberanía reside en el pueblo. También sabemos que esa soberanía se hace realidad en el proceso electoral, ese recurso que inventó la modernidad para resolver uno de los momentos clave de la política, el instante en que se decide el pasaje pacífico de un gobierno a otro.
Antes el poder se ganaba cortando cabezas; con la democracia se lo gana contando votos. Para ello hace falta cumplir con un proceso de higiene que un socialista honorable como Juan B. Justo nunca se cansó de recordar: «Manos limpias y uñas cortas». Si esto es así, no se puede contaminar el proceso electoral con las prácticas del fraude o la comisión de las picardías. Cuando esto ocurre, la democracia inicia su cuenta regresiva. Es que la trama de la democracia se teje con hilos muy delicados y finos como para ponerlos a prueba con tanta insistencia.