Más que el hecho maldito del país burgués, como lo definió John William Cooke, el peronismo pareciera ser el hecho maldito de los cientistas sociales. Falta menos de un mes para las elecciones y, atendiendo a los argumentos que circulan, un observador imparcial registraría para su renovado asombro que el candidato de la causa K es el relato, mientras que desde las filas del sciolismo se sugiere que, obviamente, el candidato es Daniel Scioli. Por su parte, Sergio Massa supone que él encarna los valores del peronismo que viene. Y algo parecido, sospechamos, pensará Rodríguez Saá.
En todos los casos, lo que queda claro es que los dirigentes pasan, pero el peronismo queda. Y queda como mito y proyecto de poder; como «deseo imaginario» y práctica efectiva del gobierno. Cuando el peronismo habla de relato recurre al auxilio del mito; cuando se presenta como exclusivo garante de la gobernabilidad, remite al poder. Esa relación entre mito y poder es la que merece ser examinada.
Advertencia. No todo se reduce a especulaciones teóricas. Más del 70% de los funcionarios menemistas ahora son funcionarios kirchneristas y, si todo les sale bien, mañana vivirán del presupuesto administrado por el «conductor» de turno. Mito y poder, pero también formidable fuente de empleo para los compañeros, porque en la tumultuosa y polvorienta historia del peronismo el mito degradó más de una vez en farsa picaresca o en frondoso y sórdido prontuario policial.
La leyenda cuenta que Gino Germani se fue de la Argentina porque admitió que era incapaz de entender al peronismo. Verdadera o no, la leyenda pone en evidencia las dificultades que tienen los cientistas sociales para conceptualizar al peronismo. Nacionalismo, bonapartismo, fascismo, todas esas categorías han dicho algo del peronismo, pero todas en algún punto son insatisfactorias, convalidando el lugar común sostenido por los peronistas cuando afirman que el único camino que permite arribar a la verdad íntima del peronismo es el que conduce a la afiliación a esa renovada fe política.
En los últimos tiempos, no faltan los que afirman que el peronismo ha dejado de existir. Curioso. Hemos sido gobernados durante un cuarto de siglo por el peronismo, pero resulta que el peronismo no existe. ¿Magia, milagro o cuento del tío? Otra variable propone que el peronismo es siempre lo que está por llegar. Ni Menem ni Kirchner fueron peronistas, pero lo será el próximo. Isabel no era Perón y Cristina en algún momento tal vez no sea Kirchner. Desde esas indagaciones queda un solo paso para incursionar por el territorio resbaladizo y viscoso de la superchería, la tentación, algo oscurantista, algo supersticiosa, que percibe al peronismo como un sentimiento tan inexplicable, tan misterioso y, al mismo tiempo, tan real como un acto de fe.
Exageraciones al margen, postularía que la condición que explica al peronismo es su asombrosa capacidad histórica para articular una visión descarnada y hasta inescrupulosa del poder con la vigencia de una mitología capaz de zanjar las contrariedades de la realidad cotidiana. Un conocido dirigente peronista decía: «Los peronistas podemos privatizar hasta el apellido, pero no la historia». En realidad lo que postulaba, tal vez sin proponérselo de manera consciente, es que las exigencias de la realidad no se contradicen con el culto a la mitología, porque bueno es recordar que cuando un peronista habla de historia lo que hace es cultivar mitos.
Insisto en que conviene reflexionar sobre estos temas. Reducido exclusivamente a los mitos, el peronismo se disolvería en el aire; ceñido a la lógica del poder, perdería su condición de movimiento de masas, por lo que la unión de ambos planos es necesaria.
Quienes han pretendido entender al peronismo por su programa o su ideología han fracasado, porque la íntima verdad peronista tal vez sólo pueda ser captada a través de esa relación inestable pero permanente entre mito y poder. Así se entiende que pueda ser de derecha o de izquierda, clerical y anticlerical, conservador o socialista, estatista o privatista, cuestiones irrelevantes con relación a esa otra realidad originada en el mito y proyectada hacia el poder.
En ese contexto, cantar la marcha no significaría necesariamente afirmar que se está combatiendo al capital, sino celebrar el rito en donde el significado habitual de las palabras no tiene la menor importancia. Tampoco en la actualidad provoca cargos de conciencia o temblores espirituales, compatibilizar el relato nacional y popular K con la realidad cotidiana de un régimen de poder que con buenos argumentos se lo ha calificado de cleptocrático.
Formidable dispositivo de poder, el peronismo es voluntad de dominio y expectativa de que todo puede volver a comenzar. Si el poder se centraliza en un líder absoluto, las posibilidades de celebrar el mito se elevan a la categoría de idolatría. Así se explica la recurrencia de esta fuerza política a colocar en el pedestal a un jefe a quien someterse y rendirle pleitesía. El imperativo del conductor es indispensable para sostener la relación entre la irracionalidad del mito y la racionalidad del poder. «Cristina eterna», más que una consiga, es la verbalización idolátrica que expresa esa relación imaginaria y funcional con el poder.
¿Y Scioli? El actual candidato, más que un kirchnerista que no se atreve a serlo, debería pensarse como un peronista movilizado exclusivamente por la sed de poder sin el componente mítico que desata las pasiones y solivianta los espíritus. Es probable que los alcances y los límites políticos de Scioli estén expresados en esa relación mutilada entre mito y poder.
Desde el peronismo real se suele hablar de lealtad, verticalidad, ortodoxia; desde el peronismo imaginario se contrapuntea con los epítetos de traidores, pejotistas y, según convenga, zurdo u oligarca. En todos los casos se invoca la entidad «pueblo» como criterio sagrado de verdad. Según las circunstancias, los roles se confunden, pero la voluntad de poder y los dispositivos míticos se mantienen intactos.
Y en esa comunión pagana, casi como una metáfora hegeliana, el peronismo se va realizando del poder al llano y del llano al poder, modelando en su itinerario la biografía de este país conjetural que se sitúa en el Cono Sur de América y responde al nombre de Argentina, el lugar donde el próximo 25 de octubre deberemos decidir si la magia y el mito podrán ser desplazados por la racionalidad y la esperanza; y si la visión obsesiva e inescrupulosa del poder se podrá contrastar con los valores de un humanismo que se oponga a los hábitos perversos de la manipulación y la demagogia.