«Yo me siento capaz de hacer el bien porque sé qué es lo que quiero». Domingo Faustino Sarmiento
Por Rogelio Alaniz
Honestamente, creo que comparar a De la Rúa con Sarmiento fue una exageración de Cavallo. En este caso, las mejores de las intenciones no se compadecieron con el rigor histórico, entre otras cosas, porque los historiadores serios no se cansan de advertir a los estudiantes que las comparaciones son siempre peligrosas, ya que lo grave no es que falten a la verdad -como efectivamente lo hacen-, sino que, en más de un caso, sólo han servido para insoportables manipulaciones políticas realizadas por quienes intentan recuperar el prestigio de una figura del pasado para obtener buenos dividendos políticos en el presente.
Seguramente no fue ésta la intención de Cavallo. Es muy probable que su juicio haya sido emitido en un momento de entusiasmo, pero convengamos que cuando las declaraciones públicas las hace un dirigente importante, nosotros tenemos el derecho a tomarlas en serio o a utilizarlas como un pretexto para hablar de las cosas que importan.
Por lo pronto, Cavallo ha debido soportar las críticas de amigos y no tan amigos y, lo que es peor aún, un reto de su esposa Sonia. Si bien no es ésta la primera ni la última vez que lo va a retar, no deja de llamar la atención que hasta en su círculo íntimo al irascible Mingo le hayan pegado un tirón de orejas.
Como consecuencia de tantos cascotazos, Cavallo terminó rectificándose, gesto que tranquilizó hasta al propio De la Rúa, quien también se sentía un tanto incómodo con la compañía histórica que le habían asignado. Convengamos que sólo un megalómano puede aceptar la comparación con un prócer, y De la Rúa tendrá muchos defectos, pero nadie puede -en forma sensata- acusarlo de semejante falta.
Lo que los políticos deben saber a la hora de hacer declaraciones de este tipo es que la historia no se ocupa de forzar comparaciones, sino exactamente lo opuesto, es decir, de establecer diferencias. La otra lección que se debe aprender de una vez por todas es que la historia no es una rama dependiente del género biográfico, sino todo lo contrario.
Las vidas de héroes pueden interesar en tanto y en cuanto se integren a procesos sociales más amplios que permitan otorgarles a esas existencias una dimensión histórica real. La célebre doña Rosa -por ejemplo- cree que se sabe historia cuando se conocen los chismes de los hombres famosos, y si ese conocimiento va acompañado de fechas, cree que estamos ante un saber casi exquisito.
Lamentablemente, los historiadores no piensan lo mismo, a tal punto que a veces se pasan de rosca con el tema y elaboran ensayos donde las estructuras explican todo y las individualidades están ausentes sin aviso.
Antes que detenerse en un relato de héroes, batallas y fechas, los historiadores se preocupan por reconstruir el pasado con actualizados conceptos teóricos y rigurosas investigaciones. Es necesario comprender que, tan importante como la vida y las obras de los próceres, es estudiar la vida de los hombres comunes, su cotidianeidad, sus maneras de relacionarse, de aceptar o cuestionar el poder.
En ese sentido, la biografía es un género menor de la historia que algunos biógrafos, a fuerza de trabajo y talento, lograron transformar en obra maestra, con lo cual lograron integrar al personaje en un marco de relaciones más complejas y permitieron conocer toda una época a partir de una intransferible experiencia personal.
Queda claro que estos trabajos meritorios poco y nada tienen que ver con ciertos pastiches chismosos que abundan en la actualidad en las librerías y que se distinguen por estar mal escritos y pésimamente documentados. Su presencia en el mercado se justifica por razones comerciales que especulan con la curiosidad ramplona de la gente que cree leer un libro de historia cuando, en realidad, está leyendo una suerte de Para Ti de la historia.
Queda claro, entonces, que las comparaciones históricas nunca son felices. Bastantes problemas tiene De la Rúa hoy como para que -encima- deba soportar la carga de un prócer sobre los hombros. El futuro dirá si Sarmiento y De la Rúa tienen puntos de contactos. En principio, lo único que hoy se observa en común es cierto ideario liberal, pero hasta en ese tema habría que observar con más cuidado hasta dónde la palabra «liberal» alcanza a expresar la visión que cada uno tiene de la realidad.
Lo que sí sabemos es que a Sarmiento el destino lo eligió para actuar en un tiempo de montoneras, malones y caudillos bárbaros. Liberal convencido, creyó en las virtudes del progreso y puso su energía -que era descomunal- y su talento -que le sobraba- para construir las bases de una nación digna de ese nombre.
Se equivocó muchas veces; no obstante, en las cosas fundamentales siempre tuvo razón. Comprendió antes que muchos que la Argentina debía insertarse en el mundo, pero no de cualquier manera ni a cualquier precio. Creó las bases políticas y culturales que prepararon el acceso de la generación del ochenta; sin embargo, los últimos diez años de su vida se los pasó discutiendo con sus herederos y cuestionándoles su apoyo a una república de hombres sometidos.
Junto con el chileno Andrés Bello y el mexicano José Vasconcelos realizaron la proeza de educar al soberano. De las tres, la obra de Sarmiento fue la más completa y trascendente. De todas maneras, Bello, Vasconcelos y Sarmiento compartieron la certeza de que la riqueza de las naciones no la da ni la naturaleza ni la raza, sino la educación.
Los que lo reivindican nada más que como un «maestro ciruela» deben saber que su proyecto educativo era esencialmente político. Sarmiento aspiraba a integrar en una república a ciudadanos con capacidad de ejercer sus derechos. Era consciente de que esa integración sólo era posible con un régimen de propiedad democrático, basado en el reparto de la tierra.
Los hechos demuestran que fracasó en este último aspecto, pero es importante consignar la derrota, porque los procesos históricos no se tejen solamente en la madeja de los triunfos y los éxitos. Y porque a los próceres también hay que evaluarlos por los grandes objetivos que se propusieron, aunque no los hayan podido concretar.
Su libro «Facundo » revela al escritor de raza y al hombre preocupado por entender una realidad en la que ha tomado partido. Para Sarmiento, la barbarie, antes que un motivo de condena, es un pretexto para indagar en un entorno que lo asombra y lo inquieta. Sólo así se entiende su fascinación por el rastreador o el baqueano y su secreta admiración por el propio Facundo.
El capítulo que relata el asesinato en Barranca Yaco es de una notable calidad literaria. Su descripción despiadada de la provincia de La Rioja y su conclusión de que por geografía e historia está condenada ya en 1845 a ser gobernada por un emirato árabe son un pronóstico capaz de despertar la admiración de Julio Verne.
Todo el «Facundo» debe ser leído como el esfuerzo del hombre de letras por entender una realidad hecha de soledades, violencias y épicas populares que Sarmiento quiere entender. Su adhesión a la civilización no le impide interrogarse por el otro polo de la contradicción, cuestionamiento que lo obliga a confesar años más tarde no saber muy bien si el bárbaro es el gaucho o el terrateniente, porque sospecha -y así lo dice- que el mal de la Argentina no está abajo, sino arriba.
«Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo. Tú conoces el secreto, revélalo». Los grandes libros se distinguen por los grandes comienzos. Desde El Quijote a Cien Años de Soledad, la buena literatura arranca con párrafos donde ya está prefigurado el desarrollo posterior. El «Facundo» de Sarmiento confirma en toda la línea esta hipótesis.
Dejo librado al buen criterio del lector la posibilidad de establecer comparaciones, pero desde ya adelanto que si es verdad que la historia estudia las diferencias, éste es un caso donde este postulado se cumple a la perfección.
Para concluir la nota leo las declaraciones de la titular de Ctera, Marta Maffei, ponderando algunas cuestiones de Sarmiento, pero agregando a continuación que «discriminaba al gaucho». Con el respeto que me merece, le diría a la señora Maffei que lea el discurso de Sarmiento cuando visitó Chivilcoy o sus posiciones respecto de la integración de los sectores populares. Sé que en nombre de los llamados consensos políticos queda bien criticar un poco a Sarmiento. No obstante, me parece que ciertos valores y símbolos no pueden ser sometidos a las reglas de los consensos oportunistas.
Por supuesto que también queda la alternativa de simpatizar con el fraile Aldao o el mazorquero Cuitiño. Quiero creer que no será ésa la posición de una maestra formada en la ley 1.420.