Con Astor Piazzolla, comparten el honor de ser los exponentes más altos del género, los que se atrevieron a las innovaciones más audaces, los más resistidos por una ortodoxia tan anacrónica como mediocre. A diferencia del autor de “Adiós Nonino”, Rovira tuvo lo que se dice un perfil bajo, una presencia tal vez menos mediática y, además, el destino lo llevó de este mundo cuando tenía 55 años y estaba en la plenitud de sus facultades creativas.
Había nacido en Lanús en 1925, en el hogar de una clase media acomodada y liberal que le permitió elegir su vocación de músico sin hacerle demasiados reproches sobre la posible rentabilidad de la profesión. Según sus hermanos, aprendió a leer música antes que los textos escolares y a los ocho años tocaba el bandoneón. Optó por el tango, pero en realidad su pasión fue la música y fue uno de los tangueros que más preocupación manifestó por fusionar el tango con la música clásica.
Cuando le preguntaban sobre sus maestros, respondía sin vacilar: Bach, Beethoven y Bela Bartok. De Arnold Schonberg aprendió el dodecafonismo, y fue el primer músico del género en incorporar este sistema de composición. La música serial y los sonidos electrónicos fueron otras de sus trascendentes innovaciones. Uno de sus aciertos más reconocidos fue el empleo de la armonía, un recurso que le permite al compositor hacer un uso inteligente y sensible de las acordes consonantes y disonantes ejecutados simultáneamente.
Fue capaz de combinar melodías sin que ninguna pierda su independencia. Este recurso conocido como contrapunto, Rovira lo introdujo en el tango gracias a su conocimiento de quien fuera el máximo representante del contrapunto en todas sus modalidades: Juan Sebastian Bach. Habitualmente, se dice que la fuga fue uno de los recursos preferidos de Piazzolla, pero los historiadores más rigurosos insisten en que fue una invención de Rovira. Haber recurrido a estas innovaciones le otorga a Rovira un lugar excepcional en la historia del tango. Para un crítico clásico como Jorge D’Urbano, la fuga es “por excelencia la flor más refinada del estilo contrapuntístico”, un recurso del que músico de la talla de Bach y Verdi se sirvieron con su singular talento. En esa misma línea, el barroco, que tanto frecuentó Rovira, no sería tal sin esta bellísima variante de composición musical.
Nélida Rouchetto dice que “Rovira utilizó como nadie la estructura de la música de cámara. Aplica una constante en sus tratamientos que eran complejos con superposiciones rítmicas tonales y atonales. Introdujo en el género la combinación estructurada de las seriadas dodecafónicas”. Cuando a Rovira le preguntaban sobre sus relaciones con Piazzolla, decía que “somos distintos, pero necesarios recíprocamente, aunque sea en el término del estímulo. Yo quiero mejorar lo que él hace, como quizás él quiera mejorar lo que hago yo”. Piazzolla, por su lado, siempre lo consideró un maestro y hasta llegó a admitir que tocaba el bandoneón igual o mejor que él, un reconocimiento merecido por partida doble, porque Piazzolla no era concesivo en los elogios y mucho menos cuando se trataba de su oficio, y porque los críticos profesionales admiten que la digitalización de Rovira era perfecta, como era perfecto el sonido de su bandoneón.
Su aprendizaje tanguero lo inició en la década clave del cuarenta. Sus primeros pasos profesionales los dio en las orquestas de Francisco Alesio Vicente Fiorentino, Arturo Rodio, José Basso, Miguel Caló y Osmar Maderna. Ya para esos años, confesaba su admiración por Orlando Goñi y Alfredo Gobbi, a quien le habría de dedicar más adelante dos temas clásicos de su autoría: “El engobiao” y “A don Alfredo Gobbi”.
Para la segunda mitad de la década del cincuenta, constituye su primer trío, integrado por Osvaldo Manzi en el piano, Kicho Díaz en el contrabajo y Silvia del Río en el canto. Ya para entonces se revela como un innovador. “No se pueden hacer las mismas cosas de la misma manera”, será su lema. Como Piazzolla, postulará en que es necesario cambiar la manera de concebir la ejecución musical y, como Piazzolla, sostendrá que el principal signo del cambio en el tango debe ser la música, una música que, al decir de uno de sus admiradores, debe elevarse desde los pies a la cabeza.
Cumplirá su objetivo y lo cumplirá generosamente. En su estilo, no hay variaciones crispadas sino una sobria y elegante musicalidad. En las entrevistas que se le hacían sostenía que “me interesa llegar a más enlaces armónicos, a nuevas variaciones rítmicas, al desarrollo del fraseo…”. Para escándalo de sus contemporáneos se pronunció a favor de un tango camarístico y sinfónico.
Por supuesto que fue ignorado y subestimado. A diferencia de Piazzolla carecía de su garra, de ese empecinamiento para pelear contra molinos de vientos. Rovira respondía con el silencio a las imputaciones que le hacían quienes lo acusaban de no respetar el tango, de traicionarlo o de hacer algo diferente. “Los impedimentos que encontré para interpretar mi música fueron la mediocridad ambiental y la comodidad mental”, dirá años más tarde.
Como todos los grandes creadores, desdeñó el presente, los lugares comunes, los caminos trillados y trabajó para el futuro. El precio que pagó fue la soledad. La ofrenda que le dejó al futuro son más de doscientos tangos y un centenar de piezas de música de cámara.
En 1959, armó otro emprendimiento musical de alta calidad y excelencia, la “Agrupación de tango moderno”, con Osvaldo Manzi, en piano; Reinaldo Nichelle, en el primer violín; Enesto Citón y Héctor Ojeda, también en violines; Mario Lalli, en viola; Enrique Lannoó, en violoncello, y Fernando Romano, en contrabajo. A principios de los sesenta, organizó el segundo trío esta vez con Atilo Stampone y su violinista preferido: Reynaldo Nichelle. En 1965m junto con los poetas Roberto Santoro y Luis Luchim y el artista plástico Pedro Gaeta, organizaron la movida cultural “Gente de Buenos Aires”.
Los problemas económicos, la soledad, la incomprensión, lo obligaron a aceptar la dirección de la Banda Sinfónica de la policía de La Plata. Sus seguidores dicen que desperdició su talento trabajando en una institución policial, una apreciación que su hijo no comparte, pues señala que no sólo consiguió un empleo con un buen sueldo que le daba cierta tranquilidad cotidiana, sino que tuvo la oportunidad de dirigir una orquesta sinfónica integrada por ochenta y cinco músicos y hacer lo que el gustaba: crear, componer. De esa temporada, es uno de sus temas más bellos: “Taplala” en homenaje a su ciudad adoptiva.
La Universidad Nacional del Litoral, en uno de sus tantos emprendimientos culturales de recuperación de la memoria artística nacional, editó hace unos años dos cd en su homenaje. El primero se llama “A Evaristo Carriego”; allí están presentes temas clásicos de su autoría como “Homenaje a Roberto Arlt”, por ejemplo. La segunda placa se llama “Tango en la universidad”, una grabación en la que participa Pedro Cochiarano, en oboe, y donde se destacan temas tales como “Solo en la multitud”, “Ciudad triste” y “Tango en tres”.
Rovira murió el 28 de julio de 1980. Murió en la calle. Caminaba y de pronto se le paró el corazón.