Cuando era pibe me gustaba leer las crónicas de los viajeros y, por supuesto, me gustaba viajar. Ahora han pasado muchísimos años, pero una de las pocas fidelidades que mantengo con mi niñez es la lectura de viajes y el deseo nunca satisfecho del todo de viajar.
En la adolescencia mis héroes fueron los viajeros. No sé por qué me atraían esos hombres que llegaban a ciudades extrañas o caminaban solitarios por pueblos callados o navegaban por mares lejanos. En mi fantasía me hubiera gustado ser uno de esos personajes que vagan por el mundo sin destino y sin rumbo, ganando amigos, defendiendo causas justas, amando mujeres hermosas y partiendo siempre hacia otro lado.
También entonces aprendí que los viajes nos abren la cabeza; amplían nuestra visión del mundo; corrigen nuestro espíritu estrecho, localista, aldeano; nos permiten conocer las variedades de experiencias históricas y, por lo tanto, nos habilita a mirar con otros ojos nuestra propia aldea. Un inglés conservador pero inteligente decía que «los viajes enseñan la tolerancia».
De aquellos años adolescentes recuerdo un poema de Blaise Cendrars. «En aquel tiempo yo era un adolescente/ Apenas tenía dieciséis años y ya no recordaba mi infancia/ Estaba a 16.000 leguas de mi lugar de nacimiento/ Me hallaba en Moscú, en la ciudad de los mil tres campanarios y las siete estaciones/ Y no me bastaban las siete estaciones y las mil tres torres/ Porque mi adolescencia era tan ardiente y loca/ que mi corazón, alternativamente, ardía como el templo de Efeso o como la Plaza Roja de Moscú…».
A Blaise Cendrars lo conocí gracias a ese otro gran viajero que fue Henry Miller. Los que lo trataron dicen que había perdido un brazo en la guerra y que conquistaba a las mujeres con la misma facilidad con que escribía poemas y relatos.
Siempre me gustó viajar y nunca quise confundirme con los turistas. En la novela «El cielo protector» Paul Bowles dice que el protagonista principal de la historia no se consideraba un turista, era un viajero. «Explicaba que la diferencia residía en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general para regresar a su casa, el viajero que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la Tierra».
Con los años he aprendido a no ser tan exigente, pero sigo viajando tratando de escapar de los circuitos establecidos por la publicidad. Antes me gustaba viajar solo, ahora aprendí a hacerlo acompañado. Antes prefería compartir los viajes con un amigo; ahora prefiero hacerlo con una mujer. A veces me he preguntado sobre los motivos de esa preferencia y he llegado a la conclusión de que la intimidad de los viajes es mejor compartirla con una mujer. El tema merece reflexionarse un poco más, pero les aseguro que en mi caso he aprendido a valorar la compañía de una mujer inteligente, sensible y con capacidad para descubrir aquello que los hombres no vemos o no somos capaces de ver.
Durante años cultivé la ilusión de viajar por el mundo sin amarras, como los personajes de Bowles o de Cendrars. Ahora sé que eso no es posible; que hasta el marinero más nómade extraña algún puerto y sueña con cierto regreso. Yo ahora sé que cuando salgo de viaje no sólo voy a regresar, sino que además voy a desear, en cierto momento, regresar a mi casa, a mi ciudad, a mis amigos, a mis libros, a mis bares.
La fantasía del extranjero perpetuo me sigue seduciendo, pero ya me he resignado a mi destino o he aprendido a distinguir mi realidad de mis quimeras. Sigo leyendo libros de viajes, me encantan, por ejemplo, releer a esos viajeros ingleses del siglo pasado que a caballo se internaban en una Argentina despoblada y peligrosa y que en los altos del camino, a la sombra de un árbol o en la galería de alguna estancia escribían sus impresiones con un lenguaje terso, pulido y elegante. Pienso en William Mc Cann, Charles Darwin y tantos otros.
También a mí me gusta viajar con una libreta de apuntes a mano. Si algún deseo me sería permitido pedirle a los dioses sería el de ganarme la vida viajando y escribiendo. Si alguna fantasía aliento para la vejez es la de disponer de la lucidez necesaria para hablarle a mis nietos sobre los viajes que hice y sobre los viajes que hubiera querido hacer. También a ellos les diría lo que Cervantes le comentaba a sus hijos: «No hay ningún viaje malo, excepto el que conduce a la horca».
Lucio N. Mirandalmiranda@litoral.com.ar