La casa está en silencio. El reloj marca la medianoche; afuera hace frío, sopla el viento y desde la tarde llueve sin parar. La habitación está apenas iluminada por una lámpara. Escribo, fumo y de vez en cuando me sirvo una taza de café. Estoy en mi escritorio, el lugar en donde trabajo todas las noches acompañado de mis papeles y de mi biblioteca.
He hecho algunas ampliaciones, hablé no hace mucho con un carpintero para que levante más estanterías, pero a pesar de mis intenciones de poner orden me doy cuenta de que los libros avanzan por los cuatro costados: están arriba del escritorio, en las sillas, se desparraman en pequeñas pilas por el suelo.
No me quejo. Una de mis pequeñas y grandes felicidades de todos los días es pasarme las horas rodeado de los libros. Pero en noches como éstas mi relación con los libros es más íntima, más humana. Ustedes se reirán, pero yo converso con mis libros. Descartes tenía la misma costumbre, y en algún momento llegó a decir que la lectura era para él una conversación con los hombres más ilustres del siglo pasado.
A mis libros los quiero a todos pero, naturalmente, hago diferencias. Hay algunos que recién llegaron y me contemplan relucientes desde los estantes; otros ya se están habitando desde hace rato en su nuevo domicilio, pero aún no han entrado en confianza; después están los que me han acompañado toda mi vida, esos treinta o cuarenta libros que si me faltaran estaría perdido y no sabría qué hacer de mi vida.
No exageraba Borges cuando imaginaba el Paraíso bajo la forma de una biblioteca. Tampoco desentonaba Montesquieu cuando confesaba que acompañado de los buenos libros ninguna pena le duró más de una hora. No me me hace sentir mal confesar que si un sentido de la propiedad se me ha desarrollado de manera notable, ese sentido tiene que ver con los libros. En ese tema admito ser egoísta, avaro y hasta intolerante. Yo comparto las declaraciones de Schiller, cuando dice que si el pueblo revolucionario entrara a su biblioteca para destrozarle los libros, lucharía contra él a brazo partido.
Pero es en estas noches de lluvia cuando me tomo la licencia de sentarme en el suelo y, con una delicadeza que no tengo para otras cosas, empiezo a recorrer los libros al azar. Cada uno de ellos tiene un recuerdo que transmitirme, una revelación que hacerme.
Sólo el que ama a los libros puede entender el placer que representa tomar un libro y abrirlo en la primera página; o detenerse en un párrafo que nos sensibilizó en otros tiempos. Pasolini, Marx, Hesse, Conrad, Onetti, Borges, Prevert, Salinger, Pavese, Sartre, Bioy Casares, Camus, Faulkner, Chesterton, son amigos de toda la vida. Cada vez que me siento solo o desdichado, o cada vez que las rutinas me asfixian recurro a ellos, a los que nunca me traicionaron, a los que siempre estuvieron dispuestos a darme lo más lindo de ellos.
Después están las mujeres. No sé que hubiera sido de mi vida sin Simone de Beauvoir, sin Victoria Ocampo, sin Virginia Woolf o sin Isaak Dinesen. Todo lo que sé del amor lo aprendí de Anais Nin y no conozco mejor poesía que la de Emily Dickinson y Alejandra Pizarnik.
Ya sé que algunos dicen que replegarse en los libros significa aislarse de la realidad. Los que así hablan deberían ponerse de acuerdo sobre lo que es la realidad. Por el contrario, yo sostengo que la lectura me ha ligado a la realidad de una manera más consistente y amplia. Es probable que los libros también sean responsables de complicar la realidad. Lo que sucede es que los libros no son los culpables de que la realidad sea tornadiza, inasible y contradictoria.
Son más de las cinco de la mañana. Ha dejado de llover y algunos ruidos que llegan desde la calle sugieren que la noche se está retirando. Como siempre las horas volaron. Esta vez el pretexto fue Cervantes y un breve cuento de Chéjov. Mañana tal vez sea Leon Tolstoi o Truman Capote, pero lo seguro es que ninguno de ellos, llegado el momento, se privará de otorgarme su pequeña y privadísima cuota de felicidad.