«El infierno es la ausencia de amor». La frase pertenece a Dostoievski, pero muy bien la podría haber firmado Tolstoi y cualquier persona capaz de entender que nuestra capacidad de amar es lo que nos humaniza y que, la falta de amor, es una verdadera desgracia.
El que definió con mejores palabras las exigencias del amor fue, a mi juicio, Rainer María Rilke. Decía este buen hombre: «Es bueno amar, pero amar es cosa difícil. El amor de un ser humano hacia otros es quizá lo mas difícil que nos ha sido encomendado, como la prueba suprema de nuestra calidad humana».
San Agustín, como siempre, en estos temas brilla con limpio resplandor: «Ama y haz lo que quieras. Si callas callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos…la medida del amor es amar sin medidas…»
Mi amiga V. es inteligente, generosa y muchos consideran que debe ser una de las mejores arquitectas de la ciudad. Siempre converso con ella porque nos conocemos desde hace años y nos gusta estar juntos, discutir y contarnos las cosas que nos pasan.
El otro día la encontré de casualidad y nos fuimos a tomar un café en un bar de bulevar. Hablamos un rato de bueyes perdidos y en algún momento, sin dramatismo, como si estuviera hablando de otra persona, me dijo que acababa de separarse de D., su novio de los últimos dos años.
Cuando una mujer comenta esas cosas, lo mejor es quedarse callado y no hacer preguntas. V. pidió otro café, se acomodó el pelo y se quedó mirando un rato los árboles de la calle que, a esa hora de la nochecita, parecían más frondosos y corpulentos. Después me dijo que se sentía mal, que lo extrañaba, pero que estaba tranquila porque había hecho lo que correspondía.
-D. se volvía a Barcelona; me pidió que lo acompañe, que no lo deje solo.
-¿Y vos le dijistes que no?
V. se sonrió, pero fue un gesto breve, reprimido, más parecido a un rictus que a una sonrisa.
-Le dije que no, sabiendo que perdía la mejor relación de mi vida, que rechazándolo renunciaba para siempre al amor y que nunca más volvería a sentirme tan bien con un hombre.
-¿Y por qué hicistes eso?
Se acomodó en la silla, sacó un cigarrillo, lo apoyó en el platito del café y después, cuando siguió hablando, ya era la V. de siempre, es decir, la profesional exigente, la mujer decidida que sabe lo que hay que hacer.
-Yo no puedo darme el lujo de dejar mi profesión por un hombre; los amores son muy lindos, pero la atracción dura poco; me imaginé en Barcelona transformada en su esposa, criando hijos, alejada de mi actividad, y con todo el dolor del alma decidí a favor de mi vida… sola pero libre para hacer lo que me gusta y hacerlo bien.
-¿Decidistes a favor de tu vida o de tu profesión?
-¿Hay acaso alguna diferencia?
-No lo sé, pero debería haberla.
Seguimos hablando de otras cosas, salimos del bar y caminamos unas cuadras por bulevar y nos despedimos en una esquina hasta el próximo café. Antes de irse le recordé esa frase de Valery que alguna vez leímos juntos: «Terrible sería una humanidad que careciera del sentimiento del amor».
Se sonrió y me dijo: -Todos tenemos frases, pero la vida no se hace con frases… ¿acaso no te acuerdas de nuestro George Bataille, cuando nos decía que «el amor es el gran refugio del hombre contra la soledad, la inmensa soledad que le han impuesto la naturaleza, la especie y las leyes eternas?».
Regresé a mi casa pensando en lo que V. me había contado. Recordé también que en París y Berlín existe el mayor porcentaje de mujeres y hombres solos; que en Londres los solitarios disfrutan de la compañía de un gato, un perro o un loro. Recordé que un teólogo alemán había dicho que el precio para competir en la sociedades consumistas pasaba por sacrificar los mejores sentimientos en el altar de la eficiencia.
Los hombres y las mujeres en las sociedades desarrolladas parecen que se han decidido a renunciar al amor, a rechazar lo que aconsejaba Baudelaire: «Desconfía de la luna, de las estrellas, de los lagos, de la guitarras y de todas las novelas, pero amad vigorosamente, ferozmente a la mujer que améis».
Curiosas trampas de la historia. Trabajamos para destacarnos, para disfrutar del confort moderno, pero en el camino hemos renunciado a cultivar el arte de amar. Si es verdad que algún precio se paga por mutilar los sentimientos, los hombres pagaremos un precio muy alto por haber optado por la árida soledad, el ruido hueco y la compañía de un perro.