Rubén Juárez

Una tarde de 1974 un amigo me invitó a un teatro de la muy porteña calle Corrientes para escuchar cantar a Rubén Juárez. Para esa fecha lo conocía de nombre. Otro amigo me había hecho escuchar “ Mi bandoneón y yo” y pensaba, como la mayoría de los tangueros, que era la nueva figura que esperaba el género para actualizarse. Si bien en esos años Rivero y Goyeneche, por ejemplo, estaban en su mejor momento, faltaba el cantor con capacidad para llegar a los jóvenes como lo había hecho en su momento Julio Sosa.

Esa noche tuve la oportunidad de conocer a Juárez. A decir verdad su presentación fue espectacular. Aún recuerdo el teatro casi a oscuras y su aparición, no en el escenario sino caminando desde el fondo de la sala. Estaba impecable: buena estampa, saco blanco y una voz que reunía todos los requisitos que se exige para interpretar. Juárez avanzó por el pasillo cantando “Una piba como vos”. Los aplausos eran ruidosos y prolongados, pero no afectaron en nada al sonido de su voz que se levantaba por encima de todos. Subió el escenario y allí lo esperaba Antonio Carrizo vestido de riguroso smoking. Conversaron un rato y después lo hicieron cada vez que terminaba de interpretar algún tema. Así fue como lo conocí a Juárez. Entonces era joven, delgado y reunía todos los atributos de un gran cantor de tango: afinación precisa, entonación, coloratura en la voz, dicción y fraseo impecable, sentido rítmico y una increíble dosis de creatividad musical.

Esa misma noche lució sus atributos como bandoneonista. Juárez fue el único cantor en la historia del tango capaz de tocar el bandoneón y cantar. La exclusividad merece destacarse, porque como él mismo lo dijera a un periodista que le preguntaba cómo podía hacerlo: “debo coordinar mi mano derecha con mi mano izquierda y a su vez coordinar mi respiración y la del fuelle”. Una hazaña. El cantor que sabía tocar el bandoneón fue Francisco Fiorentino, el gran Francisco Fiorentino, pero a diferencia de Juárez nunca cantó y tocó el bandoneón al mismo tiempo.

La relación de Juárez con el bandoneón no fue improvisada. Se inició con el fuelle a los seis años de la mano del maestro Domingo Fava. Según los entendidos, al bandoneón sólo lo pueden tocar aceptablemente los que se inician con sus complicaciones desde niños. En el club Independiente de Avellaneda tocó desde los diez años en la orquesta de la institución. Su inicio musical con los “diablos rojos” no le impidió ser un hincha consecuente de Racing a quien le dedicó el tango “Se juega”.

Juárez siempre fue tanguero. Lo fue más allá de sus incursiones adolescentes en el rock interpretando temas tales como “La plaga” y “El rock de la cárcel”. Siempre fue tanguero porque su sensibilidad fue la de ese universo urbano hecho de símbolos que incluye el barrio, la esquina y la noche. Como dijera Troilo, se puede disponer de una excelente cultura musical, pero ello no alcanza para interpretar el tango. Para ello hace falta una percepción especial. Juárez la tuvo. La tuvo desde muchacho y esas fueron las condiciones que le reconoció Horacio Quintana en ese célebre y casual encuentro en Teodolina, cuando Juárez cantaba acompañado por el guitarrista Héctor Arbello, guitarrista que alguna vez había acompañado a Edmundo Rivero.

Para esos años Horacio Quintana ya estaba de vuelta. Alguna vez había cantado en la orquestas de Lucio Demare y Raúl Kaplún, pero a fines de los año sesenta se dedicaba a promocionar valores nuevos. Juárez fue su descubrimiento y de alguna manera su alumno. Cuando en 1969 grabó para el sello Odeón su primer tema, “Para vos canilla”, no sólo la música es de Quintana, sino que también la elección del tema fue una sugerencia suya.

La pregunta, la gran pregunta que se hizo Juárez como artista fue decisiva para ubicarse como un renovador: “¿Qué tango hay que cantar? Y, además, ¿cómo cantarlo?”. El interrogante fue decisivo porque para fines de la década del sesenta se imponía una renovación en el estilo y en las letras. Juárez logró ambos objetivos: renovó al tango y lo hizo con un repertorio fresco gracias al aporte de letristas de la talla de Eladia Blázquez, Héctor Negro, Chico Novarro y Rubén Garello, entre otros. La renovación incluyó la recuperación de viejos tangos. Es el caso de “Dandy”, compuesto en 1928 y cantado alguna vez por Gardel. Para los sesenta, “Dandy” era una reliquia de archivo y Juárez lo desempolva y lo transforma en su mejor performance, la más notable de un repertorio signado por interpretaciones de alta calidad. También en homenaje a su admirado Julio Sosa canta “Mañana iré temprano”, ese dramático poema escrito por Carlos Bahr en 1943. Juárez resuelve el desafío de cantar un tango impuesto por Julio Sosa con la solvencia de un maestro.

Los historiadores acostumbrados a establecer secuencias consideran que Juárez es por varios motivos el sucesor de Julio Sosa. Puede ser. Pero a mi juicio no es lo más importante. Juárez valía por él mismo más allá de las crónicas históricas que merecen ser tenidas en cuenta pero no demasiado. A diferencia de otros colegas, se inició sin el respaldo de una gran orquesta, aunque contó con el respeto de los grandes directores de su tiempo. El primer tango que graba, lo hace acompañado por la orquesta de Carlos García. Después contará con la aprobación de Raúl Garello, Aníbal Troilo, Leopoldo Federico, Armando Pontier y Roberto Grela.

En el tango, los grandes cantores y músicos se consagran en los templos que se levantan en su homenaje. En el caso de Juárez esta consagración la logra actuando en el célebre “Caño 14”, el local que funcionaba desde 1967 en el subsuelo de calle Talcahuano al 975 y cuyos propietarios en esos años fueron Atilio Stampone, Vicente Fiaschi, Rinaldo Martino, el astro de San Lorenzo de Almagro, y Antonio Maida quien alguna vez cantara en las orquestas de Maglio y Canaro. La leyenda cuenta que Juárez conoce a Troilo a través de Maida. Hay otras leyendas, pero lo que no es leyenda es que actuó cuatro temporadas consecutivas en “Caño 14” donde reinaban los grandes de su tiempo. Como para contemplar el ritual consagratorio, estuvo en los míticos “Sábados circulares” de Mancera y actuó en “Michelángelo” y en el “Viejo Almacén” de Rivero. El azar o el destino, que tanto contribuyen para forjar los mitos, lo colocan en mayo de 1992 en Nimes, una ciudad francesa ubicada a 800 kilómetros de París. Allí está acompañado de Atahualpa Yupanqui. Esa noche, el gran Ata marcha hacia el silencio, como le gustaba decir. Juárez dirá, con el toque dramático del caso: “Yupanqui murió en mis brazos”.

No necesitó hacer demasiadas gestiones para instalarse entre los grandes. Como ocurre con los talentosos, una oportunidad abierta le alcanzó para consagrarse. Mi amigo Américo Tatián que lo conoció y lo trató hasta poco tiempo antes de su muerte, estima que fue un excepcional creador. “Su cabeza era un formidable, increíble taller musical”. Si bien los años y los excesos habían deteriorado su voz y su estampa, ello no le impedía aprovechar sus limitaciones para seguir haciendo música de gran calidad. De todos modos, hay que admitir que sus años de oro, los años en los que su voz sorprendía por la riqueza de sus matices, corresponden a la década del setenta y el ochenta.

En sus últimos tiempos seguía elaborando proyectos. Era infatigable. Sus aperturas hacia el rock y el folclore eran lujos que se podía permitir porque ya estaba por encima del bien y del mal. Muchos lamentaban sus excesos con la comida, el alcohol y los cigarrillos. Como ocurre con los mitos vivientes, su biografía real se confundía con la ficción y en un punto no se sabía con precisión dónde estaba el personaje y dónde el hombre real. Seguramente si se hubiera cuidado habría vivido más años y nos hubiese deleitado con nuevas creaciones, pero ya no habría sido Juárez.

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