Un paseo

Hay quienes los domingos a la siesta los aprovechan para descansar; otros, para salir a caminar por la Costanera; los menos se quedan leyendo en su casa. Yo debo admitir que no tengo un programa fijo, pero en todos los casos trato de aprovechar los domingos de la manera más satisfactoria. A la mañana, me gusta leer los diarios en un bar, aunque en los últimos tiempos me inclino más por releer algún libro que saturarme de información con esas interminables ediciones dominicales.

También me gusta visitar alguna amiga para conversar tranquilos y a veces prefiero quedarme en casa escribiendo y escuchando música. Por principio eludo las grandes reuniones y las descomunales comilonas. Soy de los que creen que los domingos pueden ser siniestros si uno no toma algunas medidas higiénicas básicas, entre las que incluyo la sobriedad en la mesa.

Como para variar con las costumbres, en los últimos meses me he dedicado a salir a pasear con el auto. No es nada extraordinario; todo consiste en subirse al auto y salir a recorrer los campos y pueblos de las inmediaciones. No sé por qué se me ocurrió eso, pero lo cierto es que hasta ahora lo vengo disfrutando muy bien.

Les repito, no es nada planificado ni pretende sustituir al turismo. Todo consiste en salir más o menos a la hora de la siesta en cualquier dirección. Gracias a ese recurso conocí pueblos y pequeños caseríos que se levantan a pocos kilómetros de Santa Fe y que de otro modo jamás hubiera conocido.

Se trata de viajar sin rumbo y sin ansiedades. Importa poco saber adónde se va y la única certeza es que a la noche se retornará a la ciudad. Si uno es observador, si uno aprecia los colores de la tarde y la caída del sol sobre un paisaje de árboles y bañados; si uno valora el encanto de un pueblito de calles de tierra, con su plaza arbolada, sus casitas con jardines cuidados y galerías frescas y sombreadas, el paseo que les propongo es lo más indicado.

Para que la jornada se aproveche en serio, es importante salir de las rutas oficiales y perderse por esos caminos de tierra que llevan a ninguna parte. Una liebre ha salido desde algún potrero y corre en zigzag hasta perderse entre los yuyos de las orillas del camino; tres o cuatro perdices cruzan con sus pasos cortitos y nerviosos; a lo lejos, una arboleda denuncia una casa con sus corrales, sus patios de tierra y sus enormes galpones; unas vacas cansadas se han recostado debajo de una arboleda y cerca de un charco de agua.

LLego a una especie de esquina que en el campo se conoce como «cuatro bocas». Allí se levanta un pequeño y viejo caserío. Hay dos o tres casas, un almacén de ramos generales con sus ladrillos gastados y sus enormes ventanales; una escuela con su patio y su quinta de naranjales y, a la sombra de unos eucaliptus, se levanta una iglesia pequeña que invita al viajero a bajarse para decir una oración en silencio.

El ladrido de los perros me acompaña unas cuantas cuadras. En algún momento llego a otro pueblo. Aquí hay más movimiento. Todavía no oscureció pero en la plaza hay adolescentes sentados en los bancos y chicas bonitas paseando tomadas del brazo. Estaciono donde puedo, me bajo del auto y camino un rato por la plaza. Sé que algunos miran con un poco de curiosidad al forastero, pero enseguida retornan a sus charlas y a sus risas.

Camino por la plaza como si toda la vida hubiera vivido en ese pueblo. Fumo un cigarrillo tranquilo, me siento un rato en uno de los bancos, miro los canteros, las flores; las calles están apenas iluminadas por farolitos que recién se han encendido. Desde donde estoy sentado, distingo, entre baldíos y casas bajas, la línea verde del campo.

En algún momento, me dirijo a un bar a tomar algo. Me siento a una de las mesas ubicada en una amplia vereda y pido una cerveza. Ya es noche cerrada cuando decido volver a la ciudad. He estado conversando con el dueño del bar, le he preguntado por el pueblo, por la vida de la gente; él me ha hablado de sus parientes en Santa Fe y se ha quejado por la difícil situación económica. Cuando nos despedimos me pregunta si alguna vez voy a volver.

Cuando llego a Santa Fe no son más de las nueve. Los domingos a la noche la ciudad parece más perezosa. No hay ruidos estridentes, todo parece desplazarse en silencio y como soportando el agobio de un gran cansancio. No es lo que a mí me pasa. El regreso a Santa Fe ha estado acompañado por un cielo estrellado y una luna color naranja que parecía nacer al otro lado de la laguna. No sé si soy feliz, pero me siento bien y en armonía, lo cual no es poco decir.

 



Compartir:
Imprimir Compartir por e-mail

Valmotors - Fiat Plan

Todo el diario
Secciones

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *