Los atentados terroristas en París fueron un horror pero no son nuevos. El gobierno francés tiene derecho a estar indignado, pero no tiene derecho a decir que no estaba avisado. Y si realmente quiere proteger a su pueblo, tampoco tiene derecho a pensar que lo sucedido no se repetirá.
Desde hace por lo menos treinta años, el terrorismo islámico o el fascismo islámico o como lo quieran llamar, actúa de manera sistemática. Si no han hecho más daño no es porque no hayan querido, sino porque no han podido. Basta leer sus declaraciones, sus libros, sus consignas, para saber que sus objetivos son claros, sus enemigos están definidos con claridad y, para evitar confusiones, nos lo recuerdan todos los días. Dicho con otras palabras: de los terroristas islámicos se pueden decir muchas cosas, menos que no sean sinceros.
Algo parecido podía decirse de Adolf Hitler. ¿Son lo mismo? No, no son lo mismo. Las diferencias históricas, culturales y políticas son evidentes, pero hasta tanto los cientistas sociales encuentren la denominación política correcta, no nos queda otra alternativa que calificarlos como islamofascismo, porque hasta tanto tengamos la designación adecuada, las palabras nazi o fascista son políticamente las más apropiadas para nombrar lo siniestro.
No, no son lo mismo que los nazis, aunque se parecen por su odio a los judíos, su voluntad de exterminarlos “como ratas”, sus complicidades con los nazis en la década del treinta y su irresistible simpatía con los símbolos nazis, empezando por la esvástica, símbolo que exhiben entusiasmados en cualquier manifestación pública. Odian a los judíos, pero los odian como manifestación de la cultura del Occidente satánico. Odian a los judíos, pero en ese odio estamos incluidos todos. Los judíos cobran un plus por razones geográficas en tanto son la avanzada de Occidente en un mundo bárbaro y salvaje. Y porque la judeofobia está extendida en todas partes.
Decía que no tenemos derecho a sorprendernos por lo ocurrido en París, o a suponer que nunca más se va a repetir. Agrego a continuación, que tampoco tenemos derecho a desconocer la identidad del enemigo. La afirmación parece obvia, porque cualquier estrategia militar exige el conocimiento del enemigo, saber a quién se debe combatir. Lamentablemente, lo obvio en este caso no parece ser tan evidente. Basta para ello con prestar atención a la resistencia de políticos, intelectuales y líderes religiosos de Occidente en denunciar el carácter o la naturaleza islámica del enemigo.
En efecto, por causas y razones que exceden los alcances de esta nota, existe una suerte de curioso consenso en negarse a admitir el carácter islámico del actual terrorismo. Según se dice, se trata de no meter a todos los creyentes en Alá en la misma bolsa, se trata de no reproducir el odio religioso o de no agraviar a las amplias comunidades musulmanas que viven en Europa.
Todo muy atendible, pero si hay algo que no tiene remedio es la verdad. Entiendo las razones tácticas, pero advierto sobre el peligro de jugar a las tácticas con mentiras que nos dejen indefensos frente a un enemigo que no posee tantos escrúpulos teóricos o prácticos, pero es dueño de una inquebrantable decisión de matar, de matar en nombre de Alá.
Comencemos por tratar lo obvio. Es verdad que la inmensa mayoría de los musulmanes no son terroristas y que el Islam puede admitir una lectura religiosa adecuada al siglo XXI, es decir que no es necesariamente una religión oscurantista y medieval. Pero no es menos cierto que el terrorismo que hoy actúa en el mundo invoca al Islam. ¿Mienten? No lo creo. Hablan en nombre del Islam, viven de acuerdo con las reglas del Islam, matan y mueren en nombre del Islam. ¿Tengo derecho a desconocerles esa identidad? Dejo para los teólogos discutir en la república bizantina los matices sobre esa identidad religiosa. A mí me alcanza con creerles, es decir, reconocerles que si viven y mueren en nombre del Islam, es porque son islámicos.
Son una minoría, se dice. Son una minoría, pero agrego a continuación, son una minoría intensa, una minoría que entre militantes, practicantes, simpatizantes y aliados suman millones de personas. Una minoría que dispone de voluntad, armas, recursos y bases territoriales. Los terroristas que realizan las acciones directas son apenas la punta del iceberg de una realidad más amplia y masiva.
Si no entendemos esto no estamos entendiendo lo que ocurre y, lo que es peor aún, estamos alentando el desarme moral, político e ideológico frente a un enemigo que no nos combate con flores y caramelos, un enemigo que mientras nosotros nos debatimos con nuestras culpas y dudas, está decidido a matarnos, a matarnos a nosotros y a todo lo que para nosotros justifica la existencia: el amor, la belleza, el placer, la inteligencia.
Ni xenofobia, ni racismo. Tampoco ingenuidad o idiotez. A los Le Pen de turno no se los combate negando lo obvio, se los combate arrancándoles las banderas de las que se valen para practicar el racismo y la discriminación. La exigencia nos compromete a todos, incluidos en primer lugar quienes practican la religión islámica y dicen no compartir el terrorismo. Claro que sería deseable que desde el Islam se levanten voces de condena contra quienes invocando el Corán asesinan y destruyen.
Podemos hacernos los distraídos, mirar para otro lado, entretenernos hablando de los desastres del colonialismo, pero mientras tanto tengamos presentes que el enemigo está allí, está y se mueve, trabaja todos los días y sabe muy bien lo que quiere. Los suspiros acongojados de las almas bellas, pueden resultarnos conmovedores, siempre y cuando no les demos más importancia de la que se merecen. Con suspiros como esos jamás se hubiera podido derrotar al nazifascismo y al comunismo. Antes de lanzarla como consigna, Winston Churchill tuvo que derramar sangre sudor y lágrimas para convencer a los británicos y a los europeos de que los nazis eran el enemigo absoluto, un enemigo que, para combatirlo, se justificaba incluso aliarse con el Diablo. Si por esas almas bellas hubiera sido, ninguno de los totalitarismos que flagelaron al siglo XX podría haberse derrotado. ¿Importa señalar que son las mismas almas bellas que en la actualidad cumplen objetivamente el papel de idiotas útiles del fascismo islámico?
Hezbolà, talibanes Boko Aran, Hamas, Isis, Al Qaeda. Y hay muchísimas más siglas. Tienen diferencias, a veces se masacran entre ellos, pero en lo fundamental son lo mismo. Mejor dicho, sus enemigos son los mismos. Tampoco son muy diferentes sus fuentes de financiamiento. Arabia Saudita, Pakistán, los emiratos, Irán. Algunos son chiitas, otros, sunnitas, pero sus diferencias no les impiden acordar acerca del enemigo principal. No estamos hablando de abstracciones. A los argentinos nos basta recordar a la embajada de Israel y a la Amia. También a Nisman.
No sé si esta es la tercera guerra mundial, la cuarta o la segunda y media. Lo que sé es que se trata de una guerra contra un enemigo que ya ha manifestado con absoluta claridad que no acepta negociaciones. Una guerra desagradable como toda guerra, pero que llegado el momento hay que darla, porque bueno es recordar que Occidente -para denominarlo de alguna manera- debe saber defenderse en nombre de valores sin los cuales la vida no tendría sentido.
Si como dice el famoso libro, la guerra es la continuación de la política por otros medios, queda claro que la batalla incluye operativos culturales, políticos e incluso alianzas y negociaciones, pero sin perder de vista al enemigo. ¿Enemigo? A las almas bellas esa palabra no les gusta, les da tos, se les agita el pecho. Suponen que el mundo es color de rosa y que los únicos malos somos nosotros. Nada nuevo bajo el sol. El peligro no es que existan, el peligro es hacerles caso. Son los mismos que le exigen a Israel que se entregue, que se suicide, que no luche contra el mismo enemigo que masacró a franceses en Le Bataclan, a españoles en Atocha, a norteamericanos en las Torres Gemelas, a turistas en Egipto y Mali, a judíos en Jerusalén, Haifa y Tel Aviv, a argentinos en Buenos Aires.