El 10 de diciembre Mauricio Macri asumirá la presidencia de la Nación. Lo hará en su nombre y en nombre de Cambiemos, la coalición política que se forjó en estos meses y que contó con la contribución inestimable de Elisa Carrió y Ernesto Sanz, dos políticos que hoy reciben el merecido reconocimiento, un reconocimiento tan intenso y demostrativo como intensas y demostrativas fueron las críticas que en su momento llovieron sobre ellos.
Se ha dicho que Macri es el primer presidente de la Argentina moderna que no es radical o peronista. Habría que agregar que es también el forjador de un partido político, hazaña notable en un país y en un mundo donde los partidos políticos están en crisis. Ojalá podamos ser testigos de un nuevo tiempo histórico. Los indicios, las señales que titilan en el viento, alientan la esperanza. No será sencillo, pero estas empresas históricas nunca lo son. Se trata de transitar desde una democracia decisionista, delegativa y autoritaria hacia una democracia deliberativa, democrática y republicana. De Ernesto Laclau a Guillermo O’Donnell; de Carl Schmitt a Jürgen Habermas. No será fácil hacerlo, pero es posible. El resultado de las elecciones demuestra que los argentinos deseamos un país más razonable, más libre, menos injusto. Sed de futuro le reconocía uno de sus biógrafos a Roosevelt. Es lo que necesitamos. Sed de futuro. O voluntad, capacidad y talento para conjugar ese futuro en tiempo presente.
Una advertencia se impone. Se supone que Macri no llegó a la presidencia de la Nación para gobernar como los Kirchner. No se trata de un cambio de apellidos o desplazar un autoritarismo por otro, una corrupción por otra o un caudillo por otro. El cambio debe ser en primer lugar el cambio acerca de una manera de ejercer el poder, pensar la política, concebir el Estado y la relación con la sociedad. La lamentable «grieta» se corrige con acuerdos, con diálogo, con respeto, con políticas públicas transparentes y políticas sociales que dignifiquen a los pobres y no sumen a la humillación de la pobreza la humillación de la manipulación. También se la corrige con valores, con educación y, por qué no, con inteligencia y lucidez.
No hay gobierno posible sin instituciones, derechos que se protejan y deberes que se cumplan. Tampoco, sin una economía que funcione. No hay sociedades modernas de masas sin un capitalismo que funcione y sin un Estado nacional que ejerza su autoridad. El «misterio» de la libertad es la consecuencia de un orden fundado en la ley y el consenso.
Años de populismo no se cambian de la noche a la mañana. La manipulación, los hábitos serviles, las prácticas demagógicas, el despilfarro de recursos, el cinismo transformado en ley moral dejan sus huellas, sus marcas, sus heridas sangrantes, sus cicatrices. En esas condiciones, el avasallamiento de la república es también el avasallamiento de la nación. Un país corre peligro cuando quienes mandan se creen dioses con facultades divinas para decidir en nombre de todos. No hay nación sin pueblo y sin una clase dirigente a la altura de sus responsabilidades. Esas responsabilidades se extraviaron entre los delirios del mesianismo, y son las que hoy la sociedad les exige a sus gobernantes que retomen y ejerzan.
Alguien dijo que el poder kirchnerista se derrumbó. No comparto. La imagen que mejor lo representa es la del desgajamiento, la pérdida acompasada y continua de poder, un árbol cuyas ramas se secan, una laguna cuyas aguas se evaporan, una luz que se apaga como una vela. Desde las PASO hasta este 22 de noviembre, incluyendo la estación 25 de octubre, la historia del kirchnerismo es la historia de su pérdida de votos y prestigio.
Sobre estos temas siempre es arriesgado adelantar pronósticos, pero no es inoportuno prever que el futuro del kirchnerismo será Santa Cruz. También en política los círculos se cierran, sobre todo cuando la pretendida épica nunca fue más allá de una saga familiar, de una brutal vocación de poder y una desenfrenada pasión por el dinero.
La derrota K se confirmó este domingo, pero la cuenta regresiva se inició hace dos años, cuando una mayoría social le recordó al oficialismo que los argentinos no estaban dispuestos a correr una suerte parecida a la de Venezuela. De todos modos, al kirchnerismo hay que reconocerle que a su manera fue leal a sí mismo. ¡Ella fue leal a sí misma! Por eso Aníbal Fernández, Carlos Zannini, Axel Kicillof. Por eso Scioli, el candidato que menos se parecía a ellos, hasta que él eligió parecerse en cuerpo y alma, tal vez porque no tenía otra alternativa, tal vez porque no supo hacer otra cosa, tal vez porque no lo dejaron hacer otra cosa. Scioli no fue una víctima, porque nadie que elige un destino es una víctima.
Hubo un ganador y un perdedor. El ganador se llama Mauricio Macri, pero el perdedor puede ser Daniel Scioli, aunque hay buenos motivos para creer que la titular de la derrota fue la señora Cristina Kirchner, quien, no conforme con todas las zancadillas que le propinó a su candidato, parece haberse esmerado por no dejarle ni siquiera el honor de ser el titular de la derrota.
Un modelo, un estilo, una ideología política llegan a su fin. Una concepción del ejercicio del poder agoniza. El kirchnerismo muy bien podría ser definido como la experiencia política que subordinó a la fascinación por el poder todas las variables de la economía y la política. Sus escasos aciertos y sus abundantes vicios se explican en nombre de ese becerro de oro. El «vamos por todo» debe de haber sido la consigna más sincera de una presidenta amiga de agitar eslóganes tan ruidosos como vacíos.
El kirchnerismo camina hacia el crepúsculo, pero quien recuperará presencia será el peronismo, liberado del cerrojo impuesto por la jefa. El futuro irá dibujando los tonos, las luces y las sombras de este peronismo cuya presencia para muchos será deseable, pero por sobre todas las cosas es necesaria si, efectivamente, la Argentina que nos espera a la vuelta del camino pretende ser pluralista y republicana.
Este 22 de noviembre los argentinos nos permitimos darnos una oportunidad. Nada más y nada menos. Costó, pero lo logramos. Nada está asegurado, todos los riesgos acechan, pero hemos sabido abrir para la esperanza el campo de lo posible. Un pasado deplorable inició su inexorable agonía; un futuro auspicioso se avizora más allá de la oscuridad y la niebla.