Las llaves de la felicidad

Hablamos mucho de la felicidad pero conocemos poco de ella. Sospechamos que está en algún lado y habitualmente la instalamos en el pasado o en el futuro, nunca en el presente. Pareciera que a la felicidad se la desea o se la recuerda, nunca se la vive. Lo poco que sabemos de ella es que dura poco y que habitualmente la descubrimos cuando ya no la tenemos.

Un hombre puede practicar la virtud, el coraje, la solidaridad, el amor, la decencia, pero no puede practicar la felicidad. Podemos prepararnos para recibirla o para ser merecedores de ella, pero disfrutar de su compañía no depende siempre de nosotros. La felicidad es un gran enigma que nunca terminamos por develar.

El viejo Borges decía que hay que aceptar el destino que nos ha tocado y saber que a lo largo del día, por más desdichados que seamos, en algún breve instante recibimos una racha de felicidad. Si estamos atentos, si sabemos agradecer al destino, a la vida, o a lo que sea, la gracia de estar vivos, en algún momento podemos aprisionar el instante de felicidad que nos ha sido dado.

Yo recuerdo esa noche en Villa Gesell hace muchos años; recuerdo la luz de la luna bendiciendo la playa, la sombra lejana de los pinos, el rumor del mar y los dos caminando por la playa desierta. Eramos inevitablemente jóvenes; hacía poco que nos conocíamos, pero estábamos seguros de querernos y esa noche muy pocos deben haberse querido como nosotros; pero lo que más recuerdo a través de los años es lo que me dije a mí mismo mientras ella corría descalza hacia las olas: «Nunca te olvides de esta noche, nunca dejes de agradecer haber vivido estas horas, nunca reniegues de la felicidad que cae sobre tu sombra».

¿Se acuerdan?… «Siento tu voz en la noche callada nombrándome las cosas que nombrabas» ¿Se acuerdan de Neruda?…»Te recuerdo como eras en el último otoño/ eras la boina gris y el corazón en calma/ En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo/ Y las hojas caían en el agua de tu alma» ¿Y Quasimodo? «Oh mi dulce gacela/ te recuerdo aquel geranio/ que vino encendido sobre un muro/ acribillado por la metralla…» ¿Y Cummings? «en un lugar que nunca recorrí, alegremente más allá/ de toda experiencia, tus ojos tienen sus silencios…».

Creo que todos en algún momento podemos ser tocados por el ángel de la felicidad, pero no creo que puede haber una felicidad permanente. Creo que a la felicidad la podemos disfrutar como una iluminación, una ráfaga, una revelación. La felicidad es por definición breve y alada, como la poesía. A la felicidad no se la compra ni se la domina, tampoco se la puede confundir con el placer o la alegría aunque a veces se parezca a ella. No creo en la felicidad pública, en la felicidad dictada por un decreto de poder; la felicidad es íntima y privada, imposible socializarla o transformarla en una pasión de multitudes.

Los pueblos merecen la justicia, la libertad, la vida, pero no pueden exigir la felicidad, porque ella sólo pertenece a los individuos. Han sido los dictadores y los déspotas quienes a lo largo de la historia han prometido la felicidad. Es probable que una sociedad más justa permita hombres más felices, pero no estoy seguro que la ecuación sea infalible. Es probable que los hombres justos sean felices, pero sabemos que hubo hombres justos que fueron desgraciados. ¿Se confunde la felicidad con la justicia? A veces, pero no son la misma cosa. Es verdad que un hombre sabio y justo está más preparado para recibir la visita de la felicidad que un canalla, pero lamentablemente la vida no siempre es justa para distribuir sus dones.

A lo largo de la historia los hombres se han preguntado por la llave de la felicidad. ¿Dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Cómo llegar a ella? Un relato hindú dicen que Dios después de crear al hombre se preguntó dónde depositar la llave de la felicidad. Pensó en dejarla en el fondo del mar o en la cima de una montaña, pero finalmente se decidió por esconderla en el interior del hombre. Las llaves las tenemos nosotros, pero no lo sabemos y si lo sabemos no sabemos cómo hacer para llegar a ellas.

Hubo un tiempo no muy lejano que interrogarse sobre la felicidad parecía un acto de egoísmo. El hombre estaba en el mundo para sufrir; era un pasión hacia la nada. La palabra felicidad estaba asociada al consuelo o se confundía con las películas rosas de Hollywood. Para la izquierda estaba prohibido pretender ser feliz en un mundo injusto y la derecha confundía la felicidad con la propiedad.

Hoy nos está permitido reflexionar sobre ella sin el peligro de recibir la condena de los inquisidores de turno. La felicidad no es sinónimo de riqueza o de satisfacción primaria de los instintos; tampoco es posible encontrarla en medio del hambre y la humillación, ni creo que sea propiedad exclusiva de Dios aunque me seduce la idea de un Dios que derrama gotas de felicidad parecidas al rocío que humedece a las flores.

La felicidad no es un vacío a llenar, es por sobre todas las cosas una plenitud. La felicidad es una iluminación, una sensibilidad que nos permite en ciertos momentos conocer la naturaleza íntima de lo real; hay felicidad cuando somos capaces de descubrirnos a nosotros mismos en armonía con la naturaleza y con los otros hombres, y hay felicidad cuando la inmersión en el todo no sólo no nos impide seguir siendo nosotros mismos, sino que en esos instantes es cuando lo mejor de cada uno resplandece con luz propia.

Erich Fromm decía que es imposible hablar de la felicidad sin su opuesto, que no es ni el dolor ni la tristeza, sino la depresión, la esterilidad, el sentimiento de muerte. ¿La felicidad posee una dimensión ética? Por supuesto. Un sádico que dice ser feliz torturando no es más que un enfermo. No hay felicidad fuera del mundo y no hay felicidad auténtica que no movilice nuestros sentimientos más nobles. Lo demás es vulgaridad, mal gusto, falta de estilo…

Lucio N. Miranda

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