Luz de noviembre

La belleza de la tarde, la luz desparramada sobre la laguna Setúbal, los ondulantes y delicados juegos de la corriente y esos diminutos reflejos parecidos a cristales, las leves sombras del crepúsculo dispersas entre las orillas ariscas de las islas lejanas, la brisa de río acariciando la copa de los árboles, el resplandor que cae de este cielo infinito de noviembre y esta soledad exigente y casta que me he impuesto, sin esperar a cambio otra cosa que una chispa de lucidez o comprensión, la respuesta a una pregunta que no he sido capaz de hacer, la revelación de un misterio que me resisto a creer.

He aprendido a estar en armonía con la naturaleza; no reniego de la compañía de los hombres, pero sé que una verdad importante de la vida, una verdad secreta palpita en este paisaje de nubes, río y árboles, en esta hora solitaria y breve de la tarde.

Nunca termino en ponerme de acuerdo acerca del significado de la palabra felicidad, pero sé que no necesito de palabras para disfrutar de esta sensación de plenitud que ofrece la naturaleza, aunque también presiento que ningún paisaje alcanzará a saciar mi sed de infinito.

Sé que esta tarde de noviembre no alcanza, que a lo sumo esta luz que llega de un cielo sereno y limpio es apenas la señal de algo que no puedo comprender o que no me ha sido revelado; que a este poema de perfumes, brisa y colores le falta la palabra más importante.

«Ese silencio estancado de las calles/ ese viento que ahora se desliza/ bajo e indolente entre las hojas muertas/ o sube a los colores de banderas/ extranjeras…el ansia de decirte/ tal vez una palabra antes que el cielo/ vuelva a cerrarse sobre otro día/ tal vez la inercia, nuestro mal más vil…» dice Quasimodo.

Camino por la Costanera sin tristeza pero sin ilusiones; sin angustia, pero sin alegría, como si fuera un sonámbulo o como si fuera otro. Estuve escribiendo toda la mañana y a la tarde corregí notas y repasé borradores. Me siento libre y liviano como si recién terminara de hacer el amor.

Sé que los años han pasado y que los que esperan van a pasar con la misma rapidez. Alguna vez, tal vez no falte mucho, el cielo será tan terso como el de esta tarde, unas muchachas jugarán en la orilla de la laguna como están jugando ahora, una canoa vagará en el medio de la Setúbal, los enamorados se besarán con libertad e inocencia, los autos pasarán indiferentes por la avenida, pero yo ya no estaré, yo me habré ido para siempre y nadie preguntará por mí y nadie dejará de hacer lo que está haciendo porque yo me haya ido.

No quiero ponerme sombrío, pero tampoco es justo que eluda las preguntas que todos los hombres libres se han hecho en algún momento: ¿de dónde venimos, para qué estamos, adónde vamos? Hemos aprendido a trascender de nuestra condición primaria; la inteligencia, la sensibilidad, la capacidad de sufrir y de ser felices nos han permitido merodear por las inmediaciones del Paraíso, pero también por los umbrales del Infierno.

«Seréis como Dioses» profetizan las Sagradas Escrituras; dicen que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y que por lo tanto alguna vez podremos regresar al Paraíso del que fuimos expulsados, no por nuestros pecados, sino por el afán de ser distintos a las piedras o a las plantas.

No es justo ni es digno, entonces, que nuestro destino sea la tierra y la ausencia definitiva. Todo en nosotros apunta a la trascendencia: el poema que alguien me lee en voz baja, la pintura de Van Gogh, la música de Bach, la memoria que constituye mi pequeña eternidad, el recuerdo de aquella mujer que me hizo conocer la felicidad y el dolor, la esperanza de reencontrarme con el amor; todo lo que nos ocurre, desde lo más pequeño a lo más sublime, son señales de la eternidad, pero sin embargo el mundo no tiene la obligación de ser lógico y no está probado que aquello que llaman alma esté condenado o bendecido para ser eterno.

«Me digo que la tierra es breve,/ y la angustia absoluta./ Que hay demasiado mal/ ¿pero qué?/ Me digo que podríamos morir;/ que la más grande vitalidad/ no puede vencer al crepúsculo/ ¿Pero qué?/ me digo que en el cielo habrá de alguna manera un nivel/ habrá alguna nueva ecuación;/ ¿pero qué?…» se pregunta Emily Dickison.

Dicen que Dios está en todas partes; dicen que a veces nos habla a través de los sueños y que en otras ocasiones se insinúa como ráfagas que llegan del inconsciente. Dicen que no se manifiesta de una forma que simpatiza con un mundo hecho de la diversidad y que los caminos para llegar a él son sinuosos e infinitos.

Dicen que no tiene rostro ni nombre, dicen que no se puede invocar su nombre en vano porque entonces no se practica la comunión sino la idolatría. Ajeno a iglesias y a dogmas, intuyo que nos ha dado la libertad para ejercerla, para que nos hagamos hombres plenos practicándola.

Mi verdad entonces está apenas oculta en el silencio de esta solitaria tarde de noviembre, en el rumor que llega desde el follaje de los árboles, en las luces y sombras que caen desde la laguna, en el agónico resplandor que se insinúa en la línea del horizonte y en esta recatada soledad que me instala del lado de los hombres.

Drummond de Andrade, el querido poeta brasileño, habla de la tristeza en el cielo, de las dudas de Dios y de sus miedos. Como diría Borges, la realidad es tan fantástica que hasta el misterio de la Santísima Trinidad puede ser posible. O por lo menos tan real como la percepción poética de Drummond: «En el cielo también hay una hora/ melancólica./ Hora difícil en que la duda también/ penetra/ las almas/ ¿Por qué hice el mundo? se pregunta/ Dios/ y se responde: No sé./ Los ángeles lo miran con reprobación/ y caen plumas./ Otra pluma, el cielo se deshace./ Tan manso, ningún fragor denuncia/ el momento entre todo y nada,/ o sea, la tristeza de Dios».

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