Me escribe mi amigo desde Madrid: «No extraño a la Argentina, no extraño a la provincia de Santa Fe, extraño mi ciudad, extraño Santa Fe… extraño las siestas de Cine Club, los asados en Rincón, las sobremesas en esa casa de calle Candioti, en la que nos quedábamos discutiendo de cine, política y literatura hasta la madrugada… las mañana del sábado en la peatonal… hay tardes que la nostalgia se hace insoportable… hay tardes que me parece que si me asomo a la ventana del departamento de Madrid descubriré a lo lejos la laguna Setúbal o la copa de los árboles de plaza Pueyrredón…».
Mi amigo se fue hace casi treinta años; pensaba que se iba por unos meses y después la vida tomó sus propias decisiones. Siempre me escribe, lo hace desde que se fue, pero ahora hay una diferencia: antes prometía volver y ahora sabe que su destino está en España; allá está la mujer que quiere, allá están sus hijos, que en su momento se negaron a volver a la Argentina y allá están sus últimos treinta años.
Sin embargo, mi amigo no puede olvidarse de su ciudad. No es un melancólico ni un depresivo; su relación con la realidad es bastante sólida y a mí me consta que yo debo estar entre las dos o tres personas que saben de su saudade santafesina, porque después no se permite exhibir esas debilidades ante nadie, ni siquiera ante su mujer o sus hijos.
La otra vez me decía: «Vos sabés lo que daría por comer un asado en el Parque Sur acompañado de todos ustedes; no sabés qué dulces y que cercanas parecen aquellas noches que nos quedábamos tomando cerveza en la plaza Colón hasta la madrugada y Daniel recitaba a Pessoa: «Ojalá fuese yo el polvo del camino/ y los pies de los pobres me pisasen…/ Ojalá fuese yo los ríos que corren/ y hubiesen lavanderas en mi orilla…/ Ojalá fuese yo los sauces de la margen del río…/ y tuviese sólo el cielo encima y el agua debajo…/Ojalá fuese yo el burro del molino/ y él me golpease y me estimase…/ Antes eso que ser el que atraviesa la vida/ mirando atrás y sintiendo penas…».
En estos treinta años mi amigo ha regresado cinco o seis veces a Santa Fe. A veces solo, a veces acompañado por su mujer, una madrileña muy linda y muy independiente, una sola vez vino con los dos hijos. Mi amigo es creyente, pero no se preocupa demasiado por cumplir con las ceremonias de la Iglesia. El dice que le basta su conciencia y que sus oraciones son sus meditaciones. Sin embargo, cuando está en Santa Fe va a misa y la encanta visitar la basílica de Guadalupe.
Ya no discutimos sobre la existencia de Dios; ahora no estamos en trincheras ni defendemos dogmas, ahora compartimos dudas; ya no creemos como antes, pero tampoco descalificamos y demolemos como antes; a nuestra manera somos un poco más sabios y un poco más desencantados; hemos vivido, nos hemos equivocado, hemos sufrido y a veces hemos sido felices. «A cada uno le llega el día/ de pronunciar el gran Sí o el gran/ No. Quien dispuesto lo lleva/ Sí manifiesta, y diciéndolo/ progresa en el camino de la estima y la seguridad./ El que rehusa no se arrepiente. Si de nuevo lo interrogan/ diría No de nuevo. Pero ese/ No -legítimo-lo arruina para siempre», dice Cavafis.
A mi amigo le gusta tocar la guitarra y cantar canciones viejas, algunas tristes, otras alegres, pero viejas. «Hiciste bien en quedarte en Santa Fe» me dice «los que nos vamos después no somos de ninguna parte y nos pasamos la vida lamentándonos…» Lo escucho en silencio; también hemos aprendido a callarnos y a saber estar juntos sin hablar.
«Cuando estuve en Santa Fe no te quise preguntar por E., pero una tarde me di una vuelta por ese bar de avenida Freyre en donde nos encontrábamos siempre y cumplí con la ceremonia de pedir un café para ella y otro para mí. Después me fui a caminar por Parque Garay y me senté en el banco de siempre. íCuántos años pasaron!…pero el banco sigue siendo el mismo, el arroyo corre por el mismo lugar y la sombra de los sauces tienen la misma frescura aunque, como dirá Neruda «Nosotros los de entonces ya no somos los mismos…». Fumé dos o tres cigarrillos, me acordé de la siesta en que nos conocimos y vinimos a caminar por este parque y me acordé del poema de René Char que ella me dijo en voz baja: `Quisiera hoy que la hierba fuese blanca/ para aplastar la evidencia de verte sufrir./ No miraré bajo tu mano tan joven/ la forma dura, sin revocar de la muerte./ Un día discrecional, otros, sin embargo/ menos ávidos que yo/ quitarán tu camisa de tela, ocuparán tu alcoba/ pero olvidarán al partir apoyar la lámpara/ y un poco de aceite se esparcirá por el puñal de la llama/ hacia su posible disolución».
Mi amigo me habla de la ciudad y de las cosas que le pasan porque sabe que yo amo a mi ciudad; es un amor sereno, apacible pero persistente, leal y, como los buenos amores, a veces doloroso. El sabe que yo entiendo lo que le pasa y que a su nostalgia le doy la importancia que corresponde. A él la vida lo ha llevado lejos y a mí me ha mantenido amarrado a la ciudad; sin embargo, los dos tenemos la ciudad adentro y los dos estamos empeñados en reconciliar esas imágenes con la realidad de todos los días. No somos viejos pero sabemos que en el futuro espera la vejez; ansiamos que también nos espere la sabiduría…