Yo no regreso a mis primeros libros, regreso a los momentos en que leí esos primeros libros. Recuerdo detalle por detalle a «Los tres mosqueteros» de Alejandro Dumas, pero el recuerdo de mi habitación de adolescente y esas prolongadas siestas y tardes leyendo, es tan lindo como el descubrimiento de D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis.
Entonces yo tenía once años y unas paperas atrevidas e innobles me habían atado a la cama. Una mañana, mi madre me acercó la novela de Dumas y a partir de ese momento no exagero si digo que mi vida cambió para siempre, al punto que si alguna vez alguien quiere escribir mi biografía, o algo parecido, deberá saber que hay un antes y un después de «Los tres mosqueteros».
Evoco también la biblioteca de mi abuelo, los muebles de colores oscuros, la línea severa de los libros en los estantes y el sillón enorme en donde me recostaba con «Nuestra Señora de París» en la mano y descubría las calles de esa ciudad que durante años poblaron mi fantasía.
Hay en mi vida una noche de verano que no voy a olvidar nunca. Debe de haber sido un viernes o un sábado. Mis padres habían salido y yo estaba solo en casa. Me acosté en mi cama con el libro «Corazón’ entre las manos. En algún momento apoyé el libro en la mesa de luz y me acerqué a la ventana. La noche estaba estrellada y los pinos y las palmeras del jardín parecían bañados por la suave luz de la luna. No sé cuánto tiempo estuve mirando ese paisaje y sintiendo que el mundo se rendía a mis pies ofreciéndome su serena belleza.
A Huckleberry Finn lo descubrí en una casa de campo en donde pasábamos las vacaciones. Me levantaba temprano; mi mamá me preparaba un desayuno con leche fresca, café, bizcochos y mermelada. Después me ponía a leer en la galería. No sé cómo llegó el libro a mis manos, pero sí sé que no lo dejé hasta terminarlo.
Mi padre se molestaba porque el chico en lugar de salir a jugar se pasaba las horas leyendo un libro que -como siempre- le había regalado la madre. En esa misma galería conocí a Tom Sawyer, y cuando descubrí que el defecto que tenía en uno de los dedos del pie era igual al mío, tuve la certeza de que con ese muchacho me unía algo más que una simple afinidad literaria.
También en esa galería leí «De los campos porteños». El libro no es lo mejor de la literatura nacional, pero no sé por qué me identificaba con la infancia de ese chico -Mario creo que se llamaba- y sobre todo con los episodios cuando se le muere el perro y descubre que ha dejado de ser un niño.
Una tarde de lluvia en mi casa empecé y terminé Juvenilia. Mi mamá, cuando llovía, siempre hacía tortas fritas y buñuelos. Pues bien, ustedes están en su derecho a creerme o no, pero yo les aseguro que cada vez que me acerco a Juvenilia a repasar el capítulo dedicado a Amadeo Jacques, vuelvo a sentir el olor de los buñuelos y las tortas fritas y el ruido de la lluvia golpeando en el techo de zinc de la galería.
Viajando en auto a Buenos Aires, un viaje que entonces duraba cerca de doce horas, leí el Conde de Montecristo. A diferencia de los otros libros, esta vez fue mi padre el que me presentó a Edmundo Dantés. No sé si al libro lo terminé en el viaje, pero de lo que estoy seguro es que durante doce horas lo más importante en mi vida fueron las peripecias del conde.
También corresponde a mi padre haberme presentado al Martín Fierro. Recién me había acostado, recuerdo que entonces mi madre me hacía rezar el padrenuestro y luego me despedía con un beso. Esa noche, mi padre entró a mi dormitorio con el libro en la mano y me dijo que si realmente me interesaba la literatura no podía dejar de leer ese libro.
Les advierto que yo habré tenido en esa época ocho o nueve años y que acepté la propuesta de mi padre por compromiso. Al principio no lograba entender el poema y no sabía si el tal Martín Fierro hablaba en serio o en broma, pero después descubrí la belleza de esos versos.
Ustedes dirán que exagero o miento, pero les aseguro que la historia me gustó tanto, que la primera parte la aprendí de memoria, para desesperación de los amigos de mi familia, quienes debían soportar a un mocoso de ocho años recitándoles versos de José Hernández ante la mirada aprobatoria y orgullosa del padre.
A mi maestra de quinto grado le debo el descubrimiento del Quijote. Ella nos empezó a hablar en clase de ese hidalgo caballero y su digno escudero. Han pasado desde entonces casi cuarenta años años, creo que mi hermosa maestra de quinto falleció y creo que el niño de entonces se ha quedado en algún recodo del camino, pero nunca más pude separarme del Quijote, uno de los pocos libros al que regreso periódicamente.
¿Por qué todo esto? Hace unos meses le pregunté a un rabino lo que entendía por la eternidad. El hombre, que era un sabio sencillo y gentil como todo sabio verdadero, me habló de la niñez y de las emociones puras de esos años. Me dijo que a su juicio en esos instantes definitivos, en esas imágenes cargadas de luz, está la clave de nuestra identidad, pero también la respuesta al misterio de lo eterno. Ojalá sea cierto.