Decidí quedarme en casa. Había estado lloviendo toda la noche y mientras dormía disfrutaba del ruido de la lluvia. La luz de la mañana fue entrando por la ventana y me levanté para mirar la calle desierta. Ni un alma; sólo el agua arremolinada sacudiendo la copa de los árboles. Miré mi habitación: la cama apenas destendida, la mesita de luz, un cenicero y un libro; contra la ventana, una mesa con libros y algunas hojas sueltas; al costado un florero con rosas, regalo de una amiga que supone que mi soledad es triste. Al otro lado de la cama, un equipo de música y algunos «cidi» apoyados al costado. Después, el ropero demasiado grande y en las paredes una foto de Orson Welles bajando de un auto, otra de Anouk Aimé sentada a la mesa de un bar y en un costado una de Juliette Grecó, pálida y toda vestida de negro.
«Este es mi pequeño mundo» pensé: ni mejor ni peor que ninguno, pero es el mío: aquí paso las horas leyendo, escuchando música, durmiendo o escribiendo en esa mesa que da contra la ventana, desde donde se puede observar un pequeño jardín con plantas y flores que yo mismo trato de cuidar.
Después de un viaje y de varios días de vagabundeo por la ciudad conversando con amigos y amigas, he decidido quedarme en casa y ocuparme de mí mismo. No lo hago con frecuencia, pero lo hago; de pronto aparece el deseo de estar solo en casa y me someto mansamente a esa exigencia que el poeta español expresó mejor que nadie: «Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida / senda, por donde se han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido…».
Así que por lo tanto esa mañana empecé a organizar mi día de retiro. Primero el aseo, porque no hay nada mejor que sentir el agua golpeando en el cuerpo; después me puse un viejo pantalón, una camisa ancha y las sandalias. Fui hasta la cocina y puse a calentar el agua; no hay como un café caliente y una o dos tostadas para iniciar una buena mañana. Como corresponde en estos casos, busqué a Mozart y dejé que la música se adueñara del ambiente.
Afuera seguía lloviendo; desde la ventanita de la cocina distinguía un pedazo de cielo nublado y a lo lejos el campanario de la iglesia del barrio. Terminé el café, acomodé la taza y lavé la tostadora y me senté en el sillón del living a leer una antología de poemas de W. H. Auden.
Sonó el teléfono pero no lo atendí, y para evitar posibles interrupciones lo desconecté. Me quedé sólo con Auden: «Esperas, si / tus libros te disculparán / te salvarán del infierno / sin embargo, / sin parecer triste, / sin parecer, de ningún modo / tener la culpa / (No lo necesita, / pues sabe muy bien / a lo que un amante del arte / como tú le presta atención), / Dios puede reducirte / el día del Juicio Final / a lágrimas de vergüenza, / al recitar de memoria / los poemas que habrías / escrito si tu vida / hubiera sido buena».
Mozart ha callado y el café está frío. Volví a calentar el agua y regresé a la lectura. El silencio de la casa es perfecto; desde la calle muy de vez en cuando llega el ruido de algún auto. Pensé en mi modesta felicidad y en la preocupación de algunos de mis amigos cuando les cuento que en esa soledad absoluta me siento en plenitud, reconciliado y más aferrado a la vida que nunca.
Un almuerzo frugal, una copa de cognac, un poco de Schumann y Liszt y más literatura. Cada uno organiza sus rutinas como mejor le parece. A mí me gusta leer en el sofá del living o en la cama, pero ciertos libros que exigen una determinada atención los leo y los subrayo en la mesa del escritorio, en donde está la biblioteca. Cuando escribo lo hago habitualmente a mano; no sé por qué me parece que existe una relación entre el cuerpo, el brazo, la mano y la lapicera; además mi lugar preferido es la mesa del dormitorio desde donde puedo contemplar el jardín.
Atardece y estoy ordenando los libros. Me encanta cuidarlos, sacarles el polvo de los días, acomodarlos en los estantes, hojearlos, detenerme en algunos párrafos; cada uno de ellos tiene algo que ver con mi vida, algunos me acompañan desde hace treinta años, otros son más recientes, a todos los necesito, pero algunos son mis amigos íntimos, hablo de Borges, Pavese, Eliot, Faulkner, Kafka, Mann, Vallejos, Salinger, Bandeira, Cavafis, Bowles, Joyce, Onetti, Camus…
Siempre se lo repito a mis amigos: no me interesa la propiedad, no me seduce acumular y jamás se me cruzó por la cabeza ser un hombre rico; pero con mis libros soy más avaro que el personaje de MoliŽre y si mi mayor felicidad es estar en mi biblioteca rodeado de libros, acompañado por ellos, mi mayor tragedia sería perderlos.
Después me puse a mirar fotos viejas. En un cajón del escritorio guardo cientos de fotos sacadas en viajes, reuniones, paseos o en la intimidad de la casa. Allí están mis amigos de otros años; algunos perdidos para siempre, otros alejados; allí estoy yo con muchos años menos y allí están algunas de las mujeres que quise, que sigo queriendo y que ellas a su manera me siguen queriendo.
Mis amigos me hablan de sus amores perdidos y a veces lo hacen con rabia o dolor. A mí me ocurre todo lo contrario; cuando hablo de ellas lo hago con orgullo y cuando las recuerdo siento una infinita ternura. Lo que sí percibo es que no he sido capaz de merecer el cariño de algunas de esas mujeres; lo que siento es una sensación de agradecimiento por haber disfrutado de su amor. Me gusta el tango, pero para bien o para mal mis sentimientos con las mujeres no son tangueros.
Ya es de noche cerrada y la lluvia ha parado. Termino de escribir y ahora sí siento deseos de salir. Abro la puerta de calle y compruebo que la lluvia ha cesado. Me pongo un pulóver y empiezo a caminar hacia bulevar. Pienso que unos tallarines y una buena botella de vino tinto pueden ser una compañía ideal para terminar el día. Después es probable que la llame a M.; como dicen los señores de la Biblia: «No es bueno que el hombre esté solo».
Lucio N. Mirandalmiranda@litoral.com.ar