Se supone que en las democracias no hay transiciones sino traspasos, traspasos de un gobierno a otro. La Argentina no debería ser la excepción, pero la Señora y su séquito se empecinan para que así sea. Lo que ocurre, si no fuera trágico y grotesco, daría motivos para el humor y alguna que otra sonrisa. Desopilante. Un país sin reservas monetarias, con trece millones de pobres, con una de las inflaciones más altas del mundo y desacreditado internacionalmente, se enreda en una disputa acerca de la calidad de la madera del bastón de mando y si el poder se entrega en el Congreso o en la Casa Rosada. Como frutilla del postre, la Señora la emprende contra el Pato Donald y reivindica a Zamba, el muñeco al que su maestra le explica en un video de Paka Paka que el traspaso se debe hacer en la Casa Rosada. Desopilante. Desopilante y tonto.
Para no contribuir a la confusión general, estimo que se imponen algunas observaciones que despejen incertidumbres y temores. En realidad, no se están discutiendo cuestiones jurisdiccionales, muchos menos la naturaleza del poder. Todo es mucho más ruinoso, mezquino y miserable. La Señora debe dejar el poder y no soporta el destino que le aguarda. Como una nena malcriada, berrea y se enoja. Así de simple. Así de simple y ridículo. No se quiere ir, pero como lo mismo debe irse, no se le ocurre nada mejor que soliviantar a sus seguidores para que asistan a la ceremonia de traspaso de mando y se dediquen a insultar y agraviar al nuevo presidente. A esa maniobra sucia y patotera, la mitología K la denomina “Resistencia”. ¿Resistencia a qué? A trabajar seguramente, porque otra cosa no se me ocurre.
En este desenlace ruinoso empieza y concluye la saga kirchnerista. “A esta ruinosa tarde me llevaba el laberinto múltiple de pasos…”, escribirá Borges, pero el destinatario no será Laprida y su final trágico, sino la Señora y su final grotesco que, dicho sea de paso, también tiene tono sudamericano. Al “íntimo cuchillo en la garganta”, le sucederá la íntima cédula de citación del juez decidido a investigarla.
Nunca como ahora el kirchnerismo se puso en evidencia con tanta nitidez. Soliviantados por la Señora, los chicos quieren tirar tomates, silbar, insultar y escrachar a las nuevas autoridades que le ganaron en buena ley en las urnas. Es lo que mejor saben hacer, es lo único que aprendieron y les enseñaron. Malos perdedores. De esos que se llevan la pelota cuando les hacen goles. Malos perdedores. Justamente ellos y Ella que quisieron quedarse para siempre, que juraron ir por todo y que alrededor de esos elevados ideales organizaron sus finanzas.
Incorregibles. Hacer de una imbecilidad una cuestión de Estado. Ni los militares se atrevieron a tanto. Lanusse entregó el poder a Cámpora y como un caballero soportó insultos y burlas de la supuesta juventud maravillosa. Bignone entregó el poder a Alfonsín sin que se le moviera un pelo, aunque a decir verdad, lo hizo algo desconcertado, porque en el fondo de su corazón castrense el hombre apostaba por Luder, el dirigente que les había prometido a los militares sancionar la autoamnistía, el candidato que seguramente contó entonces con el voto militante de la parejita que, para 1983, en Santa Cruz, ya había hecho sus primeros millones gracias a las leyes expoliadoras de la dictadura militar.
Una vergüenza. Una vergüenza que nos salpica a todos. Sinceramente, yo creía que el peronismo con Isabel ya había dado su máxima medida. Error. Los muchachos siempre demuestran que son capaces de superarse. Después de Isabel, la Señora. La Señora que organiza patotas mientras se entretiene nombrando embajadores y pretendiendo repartir por decreto los fondos coparticipables, aquellos que durante diez años les confiscó a las provincias. La misma Señora que maltrata al presidente electo en Olivos, un acto que a mi tía Victoria, que de política sabía poco, pero de modales mucho, le hubiera permitido decir con su mejor expresión de vieja maestra de escuela: “Esa señora es una ordinaria y una maleducada”.
¿Todo el peronismo está metido en esta aventura? Creo que no. Ni siquiera todos los kirchneristas comparten esta mascarada que transforma al jefe de una barra brava en un señorito inglés. Es Ella. Digámoslo sin rodeos. Es Ella y su séquito de irresponsables y vividores. Una decisión más cerca del delirio que de la ambición de poder. El tema escapa a la jurisdicción de jueces y fiscales, para merodear la competencia del psiquiatra.
Un país, tal vez uno de los más desarrollados de América Latina, bajo los volátiles caprichos de una desequilibrada. Menudo trabajo le espera al peronismo para sacarse de encima a esta heroína de Manuel Puig devenida en presidente de todos los argentinos por inesperados desenlaces necrológicos.
Por lo tanto, en lugar de un traspaso, los argentinos deberemos soportar las incertidumbres de una transición. La aclaración es importante, porque las transiciones habitualmente se dan entre un régimen dictatorial o autoritario y otro democrático. Es lo que vivimos en 1983; o lo que vivieron, por ejemplo, los españoles en 1975.
La transición es un tránsito, un pasaje de un estadio a otro. Se sabe dónde y cuándo comienza, pero no se sabe con certeza adónde se llega y en qué condiciones. Un régimen se va o se cae, y otro llega. En el camino pueden suceder muchas cosas. Antonio Gramsci habla de un tránsito desde algo que ya no da más, hacia algo que todavía no se terminó de definir. A decir verdad, Gramsci en este caso se refiere al concepto de crisis, pero muy bien podemos tomarnos la licencia de pensar la transición como crisis, una crisis en la que los actores deben definir las condiciones de la liberalización y la democratización política.
¿Estamos viviendo entonces una transición? Me temo que sí. Y si no lo es, se parece. En su definición clásica, Gramsci señala que en estos procesos se presentan situaciones morbosas. Ésa es la palabra que utiliza. Morboso. ¿Predicción, profecía? No lo sé ni importa. Pero morbo es lo que nos está sobrando en estos días.
Dejemos de lado por un momento los costados sórdidos de la realidad y vayamos a los hechos. Decía que una transición plantea una transformación de las reglas de la participación y la competencia políticas. Esto no se hace de la mañana a la noche, pero tampoco se hace sin voluntad. Para su realización, todo proceso incluye el factor tiempo que, según la resistencia del pasado, puede ser más o menos prolongado.
Lo cierto es que debido a la resistencia de la Señora a admitir el traspaso en condiciones normales, el concepto “transición” es el que mejor designa la realidad. Una transición sui generis, no deseada pero impuesta. Está claro que en condiciones normales no se debería hablar de transición, pero en los últimos tiempos la normalidad es una virtud ausente en nuestro país.
Lo que nos ocurre es asombroso. Esto no sucede en Chile, donde la socialista Bachelet le entregó el poder a Piñera y Piñera hizo lo mismo cinco años después y no pasó nada. Esto no ocurre en Uruguay, donde Sanguinetti y Lacalle no le dejan pasar una al gobierno del Frente Amplio, pero conversan y acuerdan. Esto tampoco sucede en Brasil, o por lo menos no sucede con ese toque grotesco y sórdido que la Señora le ha impuesto a los acontecimientos.
Si algún parecido queremos encontrarle, debemos acercarnos a Venezuela, el modelo político que deslumbra a la Señora, el modelo político que se está cayendo a pedazos con su inflación galopante, su sobrecogedora inseguridad, su formidable corrupción y su infinito autoritarismo.
Increíble. Nadie sabe lo que puede pasar el próximo jueves. Lo que debería ser un acto de afirmación de la democracia se está transformado gracias a las pulsiones de la Señora en un momento de incertidumbre. ¿Silbatinas, insultos, riñas callejeras? Las preguntas más ingenuas adquieren en este contexto inusitada inquietud. ¿Irá la Señora a la ceremonia? ¿Entregará el bastón de mando? ¿Querrá dirigirse desde el balcón a la tribuna? No lo sabemos. Todo es posible. Y es posible porque Ella ignora los límites. Y los que deberían recordárselo, por oportunismo o cobardía moral, callan o consienten.