No esperaba encontrarlo en Montevideo. Yo estaba tomando un café en un bar a media cuadra de la avenida 18 de julio, cuando escuché que alguien pronunciaba mi nombre. Apenas se sentó a la mesa supe que se trataba de Luis, un amigo de los años de estudiantes. Todos envejecemos, pero a algunos los años les dejan algunas marcas en el rostro que sería injusto atribuírselas al tiempo. No es fácil describirlo; es algo que está en el dibujo gastado de la boca, en el cansancio de los ojos…
Nos saludamos con la cordialidad del caso. A decir verdad, Luis nunca fue un íntimo amigo, pero en algún momento compartimos algunas experiencias y frecuentamos amistades conocidas. No voy a decir que el encuentro me conmovió, pero los años me enseñaron a darle la importancia que se merecen estos encuentros con conocidos de otros años que, de pronto, reaparecen con su carga de nostalgias, ansiedades y fracasos a recordarnos, de alguna manera, nuestro propio pasado.
Con Luis nos conocimos en los años de estudiantes. Entonces era un muchacho inteligente, alegre. Creo que era del sur de la provincia, pero nunca lo oí hablar de su familia ni de su pueblo de origen. El comedor universitario, el bar de la facultad, algunas peñas en algunas residencias y ciertos amigos comunes fueron tejiendo algo parecido a una amistad.
Como suele ocurrir en estos encuentros, conversamos de algunos amigos comunes, de nuestras desgracias y desdichas, de los pequeños y grandes acontecimientos que fueron tejiendo la historia de una generación y, por supuesto, de nuestras propias vidas, de nuestras previsibles naderías.
El reencuentro con amigos perdidos siempre provoca efectos. En algunos casos la distancia que marcaron los años no puede superarse; en otros casos las barreras se abren y los dos señores serios y circunspectos vuelven a ser por un rato los muchachos de otros tiempos. Con Luis pasó esto último. Enseguida llegaron los recuerdos felices, las anécdotas que se evocan con una sonrisa, el nombre de amigos que ya no están.
En Montevideo por razones de paladar no se puede tomar vino, así que la alternativa para el festejo es la cerveza. Eso fue lo que hicimos. Oscurecía y desde la avenida 18 de julio llegaba el estrépito de los autos a esa hora del crepúsculo en que oficinistas, empleados, comerciantes y vendedores regresan a sus casas.
No recuerdo bien en qué momento Luis me preguntó por M. Apenas lo escuché pronunciar su nombre recordé que habían sido novios o algo parecido. También recordé una relación conflictiva, con rupturas y reconciliaciones, con sus inevitables promesas y sus previsibles traiciones.
-Me fui de Santa Fe cuando nos peleamos y no volví más a esa ciudad porque le tengo miedo a los recuerdos- dijo, y me di cuenta que hablar de ella le hacía mal, pero que no podía dejar de hacerlo. También supe que desde que dejó Santa Fe no había conversado con ningún santafesino.
Hubo otras cervezas, pero esta vez el que hablaba era él. Yo lo escuchaba sin interrumpirlo, porque su saudade lo merecía. Me habló de la tarde que se conocieron en el bar de bulevar, de las caminatas por el Parque Sur, de los paseos en la Costanera; evocó la residencia estudiantil de Obispo Gelabert, el patio sombreado de una vieja casa de estudiantes de Mariano Comas, una noche de lluvia a la salida del cine, las manifestaciones estudiantiles de 1969, una casa quinta de Rincón en el verano de 1971, y en todos los lugares estaba siempre ella, con su sonrisa nerviosa, sus limpios ojos celestes, el pelo rubio, corto -como el de un muchachito-, los eternos vaqueros azules y sus pulóveres oscuros, como si fuera una encantadora y sugestiva Juliette Grecó rubia.
Me preguntó si la veía y le dije que por supuesto; me preguntó si estaba linda como siempre y le dije que sí. Se quedó callado un rato, saboreando los recuerdos. Después volvió a hablar de ella y del amor de aquellos años. En cierto momento miró el reloj y dijo que se le hacía tarde. No respondí nada porque me pareció innecesaria cualquier palabra. Antes de despedirse amagó pagar la cuenta, pero no lo dejé.
-Cuando la veas, decile que a pesar de todo, que a pesar de los años y de las cosas que nos pasaron, la sigo queriendo.
Un apretón de manos y se fue; no digo que contento, pero sí satisfecho de haber encontrado un mensajero. Durante un rato me quedé en el bar. Me gusta Montevideo, me gusta su gente, su geografía, el aire de la ciudad, la historia que respiran sus bares, las calles sombreadas por viejos árboles.
Más tarde regresé caminando al hotel. Caminaba y pensaba que a veces nos está permitido mentir, que la verdad mucha veces es innecesaria, que la realidad es algo mucho más complicado que lo que nos parece a primera vista y que, si para Luis el recuerdo de M. seguía siendo luminoso, no hubiera tenido demasiado sentido decirle que a M. la habían secuestrado y una semana más tarde su cadáver había aparecido desfigurado flotando en un arroyo de la zona.