Vacaciones

A cien kilómetros de Punta del Este hay un pueblito que se llama La Pedrera. Allí estuve con unos amigos paseando hace más de veinte años; allí regresé en enero, pero yo ya no era el mismo y de aquella pareja de amigos me queda de recuerdo un libro dedicado y las imágenes de una amistad que, por esas cosas de la vida, el viento se llevó.

Entonces La Pedrera era un pueblito de pescadores, con sus casitas modestas, sus calles estrechas iluminadas por faroles viejos, su modesta costanera y una playa inmensa y casi desierta. Recuerdo de entonces los restos de un barco que estaban encallados en un rincón de la costa. Para los que leímos a Stevenson, Conrad o Melville, la presencia de un viejo barco nos hace soñar con piratas, capitanes obsesivos y toscos marineros amigos de cantar añejas canciones acompañados por una botella de ron.

La Pedrera ya no es el pueblito perdido a orillas del mar. Las inmobiliarias lo han civilizado, pero sigue manteniedo el tono colonial. Hoy en La Pedrera aún se puede gozar de la soledad de la playa o contemplar la caída del sol sentado en algún banco de la costanera o, en los días de lluvia y viento, sentir el rugido del mar golpeando contra las rocas.

Llegué a La Pedrera cuando anochecía. Mis amigos prometieron venir tres días más tarde, así que durante ese tiempo estuve solo. Gracias a la suerte y a la disponibilidad de dinero en efectivo pude alquilar una casita a menos de una cuadra de la playa.

Mi dormitorio tenía un amplio ventanal que daba al mar. De noche dormía con la ventana abierta acompañado por el rumor de las olas. Me despertaba a la mañana temprano y mientras preparaba el café dejaba que la mirada disfrute de esa inmensidad de agua a veces violeta, a veces celeste, a veces verde. Si les digo que me acordaba del célebre poema de Lautremont, dirán que estoy exagerando con un lugar común, pero no hay manera de estar cerca del mar sin tener presente a Isidore Ducasse.

Durante esos días de soledad absoluta me dediqué a leer, a escuchar música y a vagar por las playas. A la tardecita salía con el auto a recorrer los alrededores. Volví a visitar La Paloma y La Aguada; en un bar me acomodaba para leer el diario y en un delicioso comedor cené frutos de mar acompañado de un vino tan rico como caro. Antes de la medianoche estaba en casa acompañado de John Coltrane o Charlie Parker; a veces de Mozart o Vivaldi y, de vez en cuando, de Caetano o Chico Buarque.

Tres días más tarde llegaron los amigos, una pareja con la que hemos compartido alegrías, sinsabores y tiempos difíciles. La rutina se fue ordenando; caminatas en la playa, lecturas en la galería, asados en el patio, largas conversaciones sobre el mundo y sus alrededor y siempre Coltrane, Vinicius y Mozart.

A la noche salía a pasear con el auto. Les confío que los bares y los comedores de los hoteles a orillas del mar ejercen en mí una sugestiva atracción. Me gustan los hoteles antiguos, sus salones amplios, los comedores atendidos por mozos educados; me gustan los bares de los hoteles en los días de lluvia y me gusta estar solo y saber que no espero a nadie y que nadie me espera.

Creo que lo que les voy a contar ocurrió la noche del sábado o del domingo. Yo estaba tomando un whisky y escuchando a un pianista que tocaba algo que intentaba parecerse a Glenn Miller, cuando la ví entrar. No era una mujer de esas que salen en las tapas de las revistas de moda, pero ningún hombre con sangre en las venas podría haber dejado de prestarle atención. No era linda en el sentido convencional de la palabra, pero su belleza era limpia y serena.

Pasó por mi lado caminando como una reina. No era joven, pero muchas jóvenes hubieran dado sin vacilar algunos de sus años para exhibir ese estilo, esa manera de caminar como si toda su vida la hubiese pasado ingresando a los salones de los hoteles.

Recordé el poema de Lawrence: «Quisiera una mujer/ que fuera como un fuego rojo sobre la tierra…/ Así yo podría dibujar cerca suyo/ en la roja quietud del crepúsculo/ y realmente deleitarme con ella/ sin tener que hacer el cortés esfuerzo de amarla/ o el esfuerzo mental de ser su amigo./ Sin tener que enfriarme al conversar con ella.

No sé por qué me hizo recordar a Marlen Dietrich y no sé por qué se me ocurrió que como la gran Marlene era de Capricornio. Después supe que no estaba equivocado, pero eso lo supe después. Se sentó no muy lejos de donde yo estaba. La miré sin disimulo y ella supo que la estaba mirando, pero ni se derritió ni se puso incómoda. Conversó con el mozo y escuché su voz, una voz tan cálida y discreta que solamente por esa voz un obispo preconciliar sería capaz de alborotarse y sacrificar cuarenta años de servicios a Dios.

Aquí concluyo mi relato. Como diría Lorca, no puedo decir por hombre las cosas que ella me dijo. Lo que sé es que nos hicimos amigos y que en el futuro La Pedrera será para nosotros el recuerdo de un tiempo feliz en un mundo, tal vez, desdichado.

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