¿Treinta mil desparecidos? Reducir el debate a una cuestión de números sería un error, pero ignorar lo que los números expresan sería un error mayor. En principio hay un número puesto, instalado casi oficialmente, un número que, al decir de un abogado de mi ciudad, es tan indiscutible como Gardel o Maradona. El argumento es insostenible, pero esto es lo que ocurre cuando se desliza la deliberación política desde la racionalidad al mito o a las versiones degradadas del mito: el relato, la publicidad, la consigna repetida hasta el cansancio.
Repito: no estamos discutiendo números, sino, en primer lugar, de vidas perdidas, vidas perdidas con sus secuelas irreparables de dolor, impotencia y miedo. Hablamos de personas desparecidas, no de cosas. Y hablamos de un régimen de poder que se ocupó de aplicar esta suerte de solución final fundada en el terrorismo de estado con sus temporadas en el infierno en los centros de detención clandestina, los vuelos de la muerte o la ejecución lisa y llana.
Está claro que si las fuerzas armadas no hubieran hecho lo que hicieron, este debate no habría existido; está claro, además, que si hubieran resuelto informar sobre sus actos el debate se habría planteado en otros términos. Nada de ello ocurrió. Pasó lo que pasó. La Argentina luce el honor de haber incorporado al museo del horror del siglo veinte la figura del detenido-desparecido.
No concluyeron allí nuestras desgracias. Los cielos se abrieron y con la tempestad vinieron las lluvias negras mezcladas con polvos y cenizas. Es lo que le suele ocurrir a los pueblos cuando el dolor se contamina con la ideología y la ideología se enchastra con la manipulación y el oportunismo político.
Cuarenta años transcurrieron desde el golpe militar de 1976 y todavía padecemos sus secuelas: una opinión divergente al discurso oficial instalado y se disparan los insultos, las descalificaciones y las amenazas. Al señor Lopérfido se le ocurrió decir en voz alta aquello que todos los que estamos involucrados en este tema conocemos, para que acto seguido las palabras traición, impunidad o complicidad repiquen con su letanía de sonidos y de furias.
Lo siento por mí y por todos, pero por más vuelta que le demos al asunto, los treinta mil desparecidos es una cifra falsa, en el más suave de los casos, equivocada. Insisto. No es una cuestión de números, pero los números son también un lenguaje, están cargados de significados, de luces y de sombras. Si dos más dos son cuatro, no se puede decir siete o diez y, además, exigir que se crea.
No hay treinta mil desparecidos. Todas las listas que se elaboraron, todas, nunca llegan a diez mil. No es una diferencia menor, es una diferencia del más del setenta por ciento, la distancia que suele haber entre la verdad y la mentira. Los desparecidos de la Argentina pertenecían en su mayoría a las clases medias y trabajadoras. Todos documentados, con sus familias y amigos. No es, por ejemplo, como en Guatemala, donde las dictaduras de turno masacraron a indios perdidos en la selva. Nada parecido ocurrió aquí. Fue otro horror, pero en otro tipo de sociedad. La propia consistencia de los organismos de derechos humanos marca una diferencia. Para ser claro: si hubiera treinta mil desparecidos los nombres estarían disponibles. Y no lo están por la sencilla razón de que la cifra es falsa.
Alguien algún a vez dijo que la cifra de treinta mil era una realidad a arribar con más investigaciones y denuncias. Pues bien, pasaron desde entonces más de tres décadas y los números siguen allí, invariables, consistentes, impermeables a las manipulaciones y los deseos. Qué nadie se confunda. Quienes hablamos de ocho mil desparecidos en lugar de treinta mil condenamos el terrorismo de estado, las violaciones a los derechos humanos –todas las violaciones- pero la diferencia tal vez resida en que a cada uno de nosotros nos preocupa la verdad, esa verdad que fue la que en mi caso me movilizó allá a fines de los setenta para participar en la organización de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos en Santa Fe. Entonces -recuerdo- la justicia y la verdad importaban. No había militantes rentados y nadie pensaba en indemnizaciones millonarias o en cargos públicos ostentosos. Ingenuos o puros. No lo sé. Pero creíamos en lo que hacíamos. La vida como un valor sagrado. Derechos humanos para todos. La certeza de que no hay torturadores buenos y malos, simplemente hay torturadores; ni criminales buenos y malos, simplemente hay criminales. Y que la única posibilidad de realizar el ideal de los derechos humanos es la que brinda un estado de derecho que merezca ese nombre. Ya en aquellos años no todos pensábamos lo mismo. Y muchas de las diferencias que se insinuaban entonces se acentuaron y se agravaron con el paso de los años y los ásperos rigores de la política
Es en nombre de ese sagrado puñado de principios que no se puede callar lo evidente, convivir con el error o la mentira, por más que hablar en este caso significa comprarse problemas, ser acusado de traidor o vendepatria. Se trata en definitiva de ser leal a la verdad y, sobre todo a esa verdad que involucra a la ética con la política.
Que quede claro. Decir ocho mil o treinta mil desparecidos no quita ni saca nada respecto de las responsabilidades de la dictadura militar, pero dice mucho de quienes inventaron esa consigna, la mantienen en la actualidad y se indignan como monjes medievales custodiando la hoguera cuando alguien los contradice. Sé que ante los cantos de sirena de la corrección política, está la lealtad a los valores de los derechos humanos e incluso a la memoria de las víctimas. También sé en términos prácticos que políticamente es más justo ponerse del lado de la verdad que cortejar la mentira. Puede que sea cierto que para la ética un desparecido o un millón de desparecidos sean lo mismo. Pero para la política no es lo mismo. Entonces hay que ser cuidadoso con los números. Ellos también hablan y a veces esconden terribles secretos.
Ocho mil desparecidos es un horror. No hace falta mentir ni enlodarse en el fango de la desmesura. Escuchemos el murmullo de los números. Ocho mil desaparecidos significa, para darnos una idea aproximada de lo que vivimos, un desaparecido por día durante veinte años. Todos los días y todas las semanas y todos los meses del año un desaparecido ¿Les parece poco? ¿Para qué exagerar? Todo puede entenderse; hasta el error. Lo que cuesta más entender es la empecinada y a veces interesada persistencia en el error.