Si bien el Estado de Iowa es uno de los más pequeños de EE.UU. y su población, por ejemplo, es mayoritariamente blanca, la derrota del conservador Donald Trump ante Ted Cruz y la reñida victoria de Hillary Clinton ante el socialdemócrata Bernie Sanders, son una señal significativa del carácter complejo de estos comicios que se iniciaron este 1º de febrero y concluirán con la consagración de los candidatos presidenciales a fines de julio.
Las elecciones internas son un clásico de la política yanqui. Durante casi seis meses, los ciudadanos eligen Estado por Estado, a los candidatos de los partidos Demócrata y Republicano. La selección se hace a través del voto y de ese singular sistema asambleario conocido con el nombre de “caucus”. A este sistema se lo ha criticado con buenos y malos argumentos. Sus vicios son perceptibles, sobre todo por las cifras millonarias que se ponen en juego (25.000 millones de dólares es el cálculo mínimo en este caso) pero lo cierto es que los candidatos deben someterse a la crítica de los electores, a las objeciones de los medios de comunicación y a los debates con sus competidores.
Esas “dificultades”, por ejemplo, no las padecen nuestros candidatos locales, quienes recién ahora, y luego de una presión pública inaudita, admitieron la legitimidad del debate. En los EE.UU. se presentan a las candidaturas hijos y esposas de políticos conocidos. Son los casos, por ejemplo, de Jeb Bush y Hillary Clinton, pero todos y todas, sin excepción, deben ser consagrados internamente por el voto popular, una costumbre muy diferente al estilo cortesano que distingue en particular al populismo argentino.
Los demócratas eligen alrededor de 4.500 delegados, mientras que los republicanos eligen a 2.470. Unos en Cleveland y otros en Florida se reúnen en plenario y consagran a sus candidatos presidenciales, consagración que se efectiviza con la mitad más uno de los delegados. Acto seguido, se elige el vicepresidente y, recién entonces, se da inicio a la elección presidencial prevista para el 8 de noviembre.
Según las opiniones de periodistas y politólogos, la favorita del Partido Demócrata es Hillary Clinton, mientras que en el campo de los Republicanos, Donald Trump no sé si será el favorito pero es el candidato del que más se habla. Sin embargo, ninguno de ellos tiene asegurada su victoria. En el caso republicano, se perfilan candidatos como los hijos de cubanos, Marco Rubio y Ted Cruz, el señor Jeb Bush, cuyo apellido exime de mayores comentarios, o la empresaria Carly Fiorina.
Trump hace mucho ruido, sus declaraciones provocadoras y, en algunos casos, brutales, generan tantos odios como adhesiones, pero hay serias dudas de que llegue a ser el candidato de los republicanos. Sus competidores no son más progresistas que él, aunque tal vez sean más discretos. Rubio como Cruz son conservadores a tiempo completo y ambos cuentan con el apoyo del Tea Party, la corriente de extrema derecha cuyo referente más popular es Sarah Palin. Acerca de estos apoyos se abre un campo de incertidumbre, porque si bien Palin ha apoyado a Trump, los guiños a Cruz y Rubio también fueron visibles.
Sólo la particular lucha interna de los republicanos puede provocar el milagro de colocar a un Bush de pura sangre como expresión de una derecha moderada y hasta previsible. De todos modos, para The New York Times, su candidato favorito es el actual gobernador de Ohio, John Karich. Como se sabe, en los EE.UU. los diarios, la mayoría de ellos, definen sus preferencias antes de los comicios. El más representativo de esta costumbre es The New York Times que, además de consagrar a Karich por los republicanos, consagró a Hillary Clinton por los demócratas.
Mayoritariamente, los opinadores consideran que la candidata que dispone de más chances para suceder a Obama es Hillary. Política de raza, tal vez el dato menos interesante de su biografía es el de haber sido esposa de Bill Clinton, porque esta mujer, por talento propio y representatividad, ocupó los cargos más importantes de una política profesional: legisladora y secretaria de Estado, además de primera dama de Arkansas y luego de los EE.UU.
En 2008 Hillary perdió la candidatura de los demócratas ante Obama, no obstante lo cual luego fue convocada para ejercer altas responsabilidades políticas en el primer mandato de su rival interno. Hillary es demócrata, comparte los ideales liberales de ese partido, pero su formación política es conservadora. Como corresponde en estos casos, ella es una candidata del establishment, con todas las ventajas y desventajas que esta posición significa. No es simpática, pero todos le reconocen garra y talento político. Su condición de mujer la favorece, porque si se cumplieran los pronósticos, sería la primera presidente mujer del país.
Por el lado demócrata, el candidato que le puede llegar a dar un serio dolor de cabeza a Hillary es Bernie Sanders, senador por Vermont. Los entendidos dicen que no tiene probabilidades reales de ganarle, pero hace ocho años tampoco las tenía Obama. Sanders se define como socialista democrático y su tarea pareciera ser la de correr por izquierda a la señora Clinton. El hombre es un progresista típico y al respecto rindió todas las asignaturas que se exigen para disfrutar de ese estatus. Nacido en Brooklyn, militó en la izquierda, participó en las luchas contra la discriminación racial y a favor de la paz. Hijo de judíos laicos, vivió un año en un kibutz de Israel. Su modelo político no es Cuba, sino las socialdemocracias del norte de Europa.
No fue gobernador de su Estado, pero desde 1981 durante tres períodos fue alcalde de la ciudad de Burlington, un populoso centro urbano cercano a la capital. Según las crónicas, su desempeño fue excelente, motivo por el cual luego fue consagrado senador, cargo que sigue ocupando en la actualidad.
Sanders no es el favorito de las encuestas, pero está creciendo. Por lo pronto, en las asambleas y actos públicos convoca más gente que Hillary. Sus críticas al establishment yanqui son un clásico de la política local. “No creo que los hombres y mujeres que defendieron la democracia americana, hayan luchado para terminar en un sistema donde los multimillonarios sean los dueños del sistema político”, dijo hace unos días.
Por el lado republicano la cosa también está complicada. Los viejos caciques del partido aseguran en voz baja que si Trump gana la interna, la derrota del partido es segura. Tal como se presentan los hechos, el problema en este caso no son tanto los candidatos como los votantes, proclives a dejarse entusiasmar por las propuestas más derechistas y conservadoras, propuestas que excitan los ánimos pero que en una elección general tienen serias dificultades para imponerse.
¿Será tan así? Todo está por verse. Después de ocho años de gestión demócrata, la costumbre indica que le ha llegado el turno a los republicanos. Atención. Se trata de una costumbre, no de una exigencia legal, porque en ningún lugar está escrito que los repubicanos deban ganar por ese motivo.
Efectivamente, Trump es un problema por su iracundia verbal y sus posiciones en algunos casos más propias de un energúmeno que de un político, pero Marco Rubio y Ted Cruz, son tan prejuiciosos y conservadores como Trump, al punto de que en temas como inmigración, gasto público, mano dura con los delincuentes, política exterior agresiva o aborto, piensan más o menos lo mismo.
En principio, Trump fue derrotado en Iowa. A decir verdad, era una derrota previsible. Cruz se preocupó por seducir a los pastores evangélicos, cuyo predicamento en este Estado rural y conservador puede llegar a ser decisivo. A lo largo de febrero hay elecciones previstas en los Estados de New Hampshire, Nevada y Carolina del Sur. Para el 1º de marzo está convocado el famoso “supermartes”, el día en que los norteamericanos eligen en doce Estados. Para esa fecha, seguramente las tendencias estarán más marcadas y algunas dudas se habrán despejado. Por lo pronto, lo aconsejable es que ninguno de los candidatos, ninguno, festeje la victoria por anticipado.