Supe que el Viejo estaba en Santa Fe porque un amigo me habló por teléfono para darme la noticia. Esa noche el Viejo daba una conferencia y los únicos que sabían la novedad éramos el puñado de antiguos amigos que hasta el día de la fecha, por un motivo o por otro, seguimos al Viejo como si fuera un gurú o algo parecido.
La reunión se hacía en un departamento del centro, en donde a lo sumo podrían estar unas diez personas muy apretadas. Si no me hubieran dicho que era el Viejo el autor de la charla, lo mismo me hubiera dado cuenta de que era él, porque sólo el Viejo podría en Santa Fe, y en varias provincias a la redonda dar una charla con el siguiente título: «Marx, Nietzsche y Freud: ¿filósofos de la sospecha o de la revelación?».
Fui alumno del Viejo allá lejos y hace tiempo. Entonces el hombre venía de Rosario para hablarnos de Marx y Hegel. Nos reuníamos en casa de estudiantes, en departamentos perdidos en angostos pasillos, en barrios modestos en donde los vecinos miraban con desconfianza la llegada de jóvenes que por su aspecto no parecían interesados en jugar al fútbol o al billar.
Las clases empezaban después del mediodía y durante cuatro o cinco horas lo escuchábamos hablar sobre la ideología alemana, los grundisses o los manuscritos filosóficos del joven Marx, todo ello mixturado con Weber, Croce y Rimbaud. Gramsci y Lukaks formaban parte de sus intereses intelectuales y, por supuesto, también Borges y Macedonio Fernández.
Ya para entonces le decíamos «el Viejo», aunque para esa época creo que aún no tenía cuarenta años, pero para nosotros era el Viejo, no sólo porque la incipiente calva y el pelo canoso así parecían probarlo, sino porque su autoridad intelectual era la de un viejo sabio, chinchudo, ocurrente y medio loco en el sentido lindo y creativo de la palabra.
Después lo perdí de vista. Durante los años de la dictadura creo que estuvo viviendo en Francia y en Alemania, pero en algún momento me enteré que andaba de nuevo por Rosario recorriendo los bares de siempre, hablando de las cosas de siempre y ganándose la vida enseñando marxismo entre intelectuales y aspirantes a intelectuales.
En Santa Fe sus seguidores lo queríamos y lo respetábamos y, como pasa en estos casos, lo imitábamos sin darnos cuenta. Nunca fue un tipo fácil, pero en general a nosotros nunca nos gustaron los tipos fáciles. Tomaba demasiado, se enojaba con facilidad y desde siempre arrastraba una tristeza profunda y persistente que se reflejaba en sus ojos, en la expresión agria de la boca y en el movimiento nervioso de las manos.
Por lo demás, daba gusto escucharlo hablar y divagar acerca de las últimas interpretaciones y lecturas de los clásicos de la izquierda. No sé en qué momento estudiaba, porque en Santa Fe por lo menos siempre se lo vio rodeado de amigos, hablando en los bares y con el cigarrillo en una mano y la copa de vino en la otra. En Rosario sus amigos decían que más o menos hacía lo mismo.
Es cierto, el Viejo era talentoso y tal vez uno de los hombres más lúcidos de su generación, pero para muchos ese talento se desperdiciaba en las interminables charlas en los boliches o en esas maratones alcohólicas que se prolongaban hasta la madrugada aunque, justo es decirlo, nunca nadie lo vio arrastrándose o dando vergüenza y, como decía mi tío, nunca pidió plata prestada para tomar. A su manera y en su estilo el Viejo nunca perdía la línea, pero con el paso de los años lo que iba perdiendo era la salud y, tal vez, las ganas de vivir.
Pero volvamos a la noche en que supe que estaba en la ciudad. Decía que obedeciendo a un antiguo impulso de lealtad lo fui a escuchar. Allí nos encontramos en el pequeño departamento los amigos de siempre o, para ser más preciso, los amigos que para bien o para mal nos quedamos en esta ciudad sin saber en su momento para qué, y sin medir los riesgos que representaba entonces seguir caminando por calles que habían dejado de ser acogedoras.
El Viejo me saludó con la mano desde lejos apenas entré y durante dos horas lo oí hablar acerca de los problemas de la interpretación en la obra de Freud y Marx, con citas de Adorno, Benjamin y Ricoeur. Lo escuché con la atención de siempre. Era extraño lo que nos pasaba con ese hombre; cuando estaba lejos parecía que lo suyo había perdido actualidad y que sus preocupaciones ya no le interesaban a nadie, pero apenas empezaba a hablar todos volvíamos a ser seducidos por el resplandor de su inteligencia.
En algún momento terminó la charla y continuamos la tertulia en un bar de la calle San Martín. El Viejo era el de siempre: admonitorio, caprichoso, ocurrente y, por sobre todas las cosas, angustiado, una angustia que siempre estuvo, pero que creció después de la muerte de su mujer, una de las psicoanalistas más brillantes de su tiempo que de la mañana a la noche fue atacada por el cáncer y murió en tres meses dejándole dos hijos que el Viejo se esforzaba en educar como podía.
A las tres de la mañana seguíamos hablando. Yo miraba la hora y pensaba que en algún momento debía levantarme. «Nunca tuve fe en los pájaros…», recuerdo que dijo… y supe que estaba recitando uno de sus poemas. Estábamos solos y el dueño del bar nos miraba con un poco de impaciencia. Como a la cuatro y media le propuse que nos vayamos. Me dijo que estaba apurando en un hotel a tres cuadras y decidí acompañarlo. La calle estaba desierta y el resplandor de la luz en el asfalto me recordaba las imágenes de alguna película de Bresson.
El Viejo me invitó a seguir conversando y tomando copas en el bar del hotel. No sé por qué me habló de la letra de un tango y lo relacionó con un poema de Góngora. En la puerta del hotel nos despedimos. Seguía siendo el de siempre hasta en la discreción de los detalles: no insistió en que lo acompañe con el vino.
Yo caminé en dirección a plaza España. Hacía frío y la ciudad estaba desierta. Me levanté el cuello del saco. Llegué a la terminal de ómnibus casi a las cinco. En el andén habré esperado no más de cinco minutos. El colectivo de Buenos Aires llegaba a horario y sabía que, a diferencia del Viejo, a mí me estaba permitido seguir teniendo fe en los pájaros.
Lucio N. Mirandalmiranda@litoral.com.ar