Si me preguntan qué libro influyó más en mi vida, si la Biblia o El Capital respondo sin vacilar: ninguno de los dos. Respeto a Marx y no digo nada del Espíritu Santo, pero debo confesar que el libro que marcó definitivamente mi vida fue «El largo adiós» de Raymond Chandler.
Todos tenemos algún héroe íntimo, el personaje en el que nos reconocemos. Un amigo admite que su héroe fue el Che Guevara, otro habla de Jesús, algunos mencionan a Sartre; para mí el maestro se llama Philip Marlowe.
No me importa la existencia o no de Marlowe. Para mí, su influencia ha sido más real que la computadora en la que ahora estoy escribiendo. A Marlowe recurro cada vez que debo enfrentarme con algún dilema. Yo sé que me acompaña cuando estoy solo y discretamente me sigue los pasos cuando soy feliz. Me hubiera gustado, claro está, jugar con él una partida de ajedrez o tomar unos ginlets en algún bar atendido por mozos discretos, mientras afuera sopla el viento y la lluvia golpea en las ventanas, pero ya he aprendido que en la vida uno no puede ni debe darse todos los gustos.
Mis amigos dicen que la mejor interpretación de Philip Marlowe la hizo Humphry Bogart. Al respecto creo que ha llegado el momento de hacerles una confesión: a Bogart lo respeto tanto que si un amigo me hablara mal de él en mi casa, le pediría que se retire con la misma firmeza que empleó Manuel Puig cuando alguien se atrevió a sacarle el cuero a Lana Turner en su domicilio, o como mi amigo que desafió a pelear a quien a la salida de un cine se atrevió a decir que Marilyn Monroe era una comediante inferior a Mónica Vitti. Sin embargo, la honestidad intelectual, me obliga a decir que el verdadero Marlowe no lo hizo Bogart en «El sueño eterno» sino Robert Mitchum en «Adiós muñeca». Después vinieron otros, algunas más lindos, algunos más feos, pero nadie como Mitchum para expresar en el rostro esa tensión de quien a pesar de vivir sin esperanzas está dispuesto a ser una persona de honor en un mundo sin honor.
No tengo vergüenza de decir que el cine es la marca más importante de mi vida. No nos compliquemos con especulaciones y vamos a los ejemplos: soy de los que creen que nadie sabrá tomar un whisky en una mesa como lo hace Bogart en el bar Ricks después que reconoció a Ingrid Bergman en «Casablanca». También estoy convencido de que en la vida real Lauren Bacall decidió casarse con él después que en «Cayo Largo» aceptó, sin inmutarse, recibir tres cachetadas de Edgar Robinson por haberle servido un vaso de whisky a su amante alcohólica.
Las motos y las camperas de cuero siempre han estado de moda entre los adolescentes, pero ningún joven de hoy o de ayer será capaz de caminar con una campera de cuero como lo hizo Marlon Brando en «El salvaje». Ningún padre en el mundo será capaz de contarle un cuento a su hija y hacerla dormir en sus brazos como Gregory Peck en «Matar al ruiseñor». Y, como Gregory Peck en «La princesa que quería vivir», yo estaría dispuesto a arruinar mi carrera de periodista entregándole las fotos que debía publicar en el diario, a cambio de la sonrisa de Audrey Hepburn.
Ahora está de moda andar en bicicleta, pero ninguno de los millones de ciclistas que andan sueltos podrá llevar a una mujer en el caño como lo hizo Paul Newman con Catherine Ross en «Butch Cassidy».
Las imágenes continúan. John Wayne en «Más corazón que odio» ingresando a caballo en una toldería india y secuestrando a la mujer blanca que se casó con un cacique. Todos en la butaca esperamos que Wayne la mate, sin embargo el viejo John la abraza como sólo él sabe hacerlo y le dice a Natalie Wood: «Debbie…vuelve a casa».
Me gusta el baile, pero sé mis límites. Sin embargo, estoy autorizado a decir que ningún hombre en el planeta será capaz de bailar un vals con Claudia Cardinale con la gracia y la elegancia del viejo Burt Lancaster en «El gatopardo». Sólo Lancaster es capaz de sacarle una mujer a Alain Delon y sólo Lancaster es capaz de hacerle decir a la increíble Claudia Cardinale: «Usted no baila bien, usted es maravilloso».
No soy miedoso y he afrontado en mi vida situaciones difíciles, pero en confianza debo admitir que hasta el día de la fecha Christopher Lee no me provoca miedo, me aterroriza. Muchos actores interpretaron a Drácula. Ninguno me movió un pelo, pero basta que aparezca Lee para que durante horas esté alterado y con la piel de gallina. Como Feinmann yo digo: le tengo más miedo a Christopher Lee que a Videla y a Massera juntos. Lo cual no es poca cosa.
Nadie expresará mejor a un policía corrupto como Orson Welles en «Sed de mal». Kinlan muere y en ese momento llega Marlen Dietricht. Su aparición en la pantalla dura menos de dos minutos, pero ella no necesita más para ser ella. Alguien le pregunta qué opinión tiene de Kinlan. Sólo la gran Marlene puede dibujar ese rictus de amargura y desprecio en la boca, darle a los ojos esa expresión de cinismo y asombro, para después decir con su voz inconfundible: «Fue un hombre especial pero, ¿qué importa lo que se pueda decir de la gente…?».
De Marlowe a Marlene, de Mitchum a Marilyn…allí están las claves de mi vida. No sé en dónde leí que los cabalistas aseguran que en una letra está la clave del universo. El tema deberé estudiarlo, porque algo me está pasando con la letra M… y sería irresponsable de mi parte no prestar atención a lo que para un lector distraído sería apenas una coincidencia.