Regreso al pueblo de mi infancia. Desde lejos distingo la línea afilada de la iglesia en donde por primera y última vez fui a misa y comulgué con un cura viejo y cascarrabias. La luz de la tarde es serena y diáfana como el rostro de una mujer enamorada o como los ojos soñadores de una muchacha de cabellos sueltos y sonrisa leve.
A la distancia, se destaca el follaje de los árboles de la plaza recortados contra el resplandor rosado y violeta del cielo. Han pasado muchos años, tal vez demasiados; el chico travieso de entonces, el adolescente alborotado de aquel tiempo es ahora un hombre que ha vivido, ha sufrido, ha sido injusto tal vez sin proponérselo y algunas veces han sido injustos con él, pero que hoy por una extraño conjuro de los astros se siente feliz, una felicidad que lo ilumina por dentro y le suaviza la dureza de los rasgos, una felicidad que aunque a veces le parezca inmerecida, no por eso está dispuesto a renunciar a ella.
No quiero visitar viejos amigos ni saludar conocidos. No regreso para hacer sociales ni vengo en misión de negocios; me he propuesto recuperar el paisaje de mi infancia, revivir aquellas puras alegrías, saldar cuentas con algunas oscuridades y compartir con la patria chica la modesta pero persistente sensación de felicidad que me ilumina.
Como un perfecto forastero ingreso por la calle principal y estaciono frente a un hotel que se levanta sobre lo que alguna vez fue un baldío en donde los chicos corrían y jugaban a la pelota. Me encanta esa sensación de lejanía, de anonimato. Nadie me conoce y no conozco a nadie. Por lo menos, eso creo y eso deseo. Una ducha, un cigarrillo, el café en el bar, la lectura ligera del diario local y la caminata por las calles de un pueblo que ha cambiado, ha crecido, pero no lo suficiente como para perder ese aire de aldea que ni el asfalto ni las luces pretenciosas lograr borrar.
Es extraño caminar por las veredas que alguna vez transité de pibe, a veces con otros chicos, a veces de la mano de mi madre o de mi padre. Es extraño reconocer a través de los años las huellas difusas pero persistentes del pasado: el tronco de un árbol en donde sobrevive la marca de un cortaplumas, el banco de la plaza en donde alguna vez estuve sentado fumando los primeros cigarrillos y esperando a un angel rubio que salía de la escuela, la sombra del edificio del viejo cine invadido por el bullicio de los chicos que asistíamos a las funciones dominicales del matiné, el palco en donde se realizaban los actos de las fiestas patrias.
Camino por la calle que conduce a lo que en otros tiempos fue mi casa. Las mismas veredas y los mismos árboles. En el silencio y la oscuridad de la noche pareciera que el tiempo no ha transcurrido y que al llegar a esa esquina distinguiré la luz del comedor y allí estará mi madre con la cena preparada y mi padre leyendo algún libro o acomodando sus carpetas.
Algunos vecinos sentados en los viejos sillones, miran -con curiosidad y algo de recelo- pasar a ese desconocido que camina despacio y no parece ir a ningún lado en particular. No se trata ni de filosofar ni de construir abstracciones complicadas, pero… íDios mío!… ¿por qué todo está tan igual? ¿por qué el tiempo juega la mala pasada de hacernos creer que nada ha cambiado cuando en realidad todo es distinto?
Por supuesto que en la esquina ya no está la vieja casa de la infancia y tampoco la mujer que era mi madre y que me esperaba con la cena preparada; el farol de la cuadra existe, pero ya no hay chicos correteando bajo su cono de luz; el parque de la otra cuadra está cubierto de sombras y silencio; el arroyo en donde los chicos nos bañábamos desnudos en las siestas de verano, ahora es apenas una zanja de cemento; la quinta de don Alberto, con sus plantas de mandarinas y naranjas, ahora ha sido reemplazada por un sanatorio.
Es curioso lo que ocurre. Todo ha cambiado en las apariencias. Casas nuevas, altos edificios, calles asfaltadas, negocios con inmensos letreros luminosos, pero no bien se presta atención a los detalles se distingue por debajo del primer plano el rostro apergaminado y noble del viejo pueblo que se resiste a dejar de ser lo que fue.
Otra vez en el centro del pueblo. Rechazo la tentación de ir a sentarme a la mesa de un bar y opto por sentarme en uno de los bancos de la glorieta de la plaza. El silencio acá es absoluto. El follaje de los árboles, el perfume de los jazmines y la luz del cigarrillo parecen ser mis exclusivas compañías. Sobre mi cabeza el cielo estrellado. Linda y limpia la noche. Han pasado más de treinta años pero levanto los ojos al cielo y allí distingo las mismas estrellas que en otros años miré con tristeza y melancolía.
Hoy mi soledad es absoluta. Sentado en este banco no soy otra cosa que un forastero abandonado a la nostalgia o a la melancolía. Sin embargo, yo conozco mi felicidad secreta, sólo yo sé que he regresado a mi pueblo para compartir en el escenario borroso de los días perdidos mi pequeña cuota de felicidad.
Ni desesperado ni perdido. Levanto los ojos al cielo, distingo a mi derecha la Cruz del Sur y corrida hacia la izquierda la línea de las Tres Marías. Apoyo mi espalda contra la madera del banco, prendo otro cigarrillo y dejo que mis ojos se detengan en la estrella del centro, en esa estrella que espié alguna vez desde una ventana con rejas, en esa estrella que ahora titila como el húmedo parpadeo de una mujer enamorada o como esa lucecita que a veces veo brillar en el fondo oscuro de los ojos que amo.