La muerte de G.

No sé por qué cuando escuché el teléfono presentí que se anunciaban malas noticias. No me equivoqué. Me hablaba mi amigo Espinosa para decirme que en un hotel del centro habían encontrado el cadáver de un hombre de unos cuarenta y cinco años. Había ingresado la noche anterior, se había registrado con su nombre y apellido real y, según le dijo al cadete, pensaba quedarse en la ciudad dos o tres días.

También me dijo que había dejado una carta dirigida a S., alguien que en otros tiempos había sido algo así como su maestro y con quien, por motivos que nunca terminé de entender, en algún momento se habían peleado. También me comentó que había llegado a Santa Fe la tarde anterior, que había descendido del colectivo en la terminal de ómnibus, que había caminado dos o tres cuadras hasta llegar al hotel que entonces funcionaba a pocos metros de la plaza.

Es probable que en algún momento haya salido a recorrer la ciudad, es probable que haya caminado por bulevar, que haya recorrido la costanera y que en algún bar del centro se haya tomado un whisky. Después, ya de noche, regresó al hotel. Lo vieron llegar como un pasajero más, anónimo, amable, algo indiferente a pesar de la sonrisa obsequiosa. El cadete recordaría luego que lo vio subir al ascensor. El muchacho diría que no notó nada en él que anticipara el desenlace. Según su impresión, parecía un viajante, un profesional o algo parecido.

Como me dijo Espinosa, lo encontraron al otro día. Fue una casualidad que haya sido temprano. Una de las mujeres que limpian las habitaciones ingresó creyendo que ya no había nadie y lo encontró tirado en la cama, vestido. La luz del velador estaba prendida y en la mesa de luz había un vaso de agua. Daría la impresión que no sufrió mucho, que se fue durmiendo despacio. En la mesa estaba la carta dirigida a S., la persona con la que se había peleado hacía años y a la que le informaba de su muerte y le anticipaba que esta vez no habría posibilidad de seguir discutiendo.

De algunas de estas cosas me enteré después; otras las deduzco, porque uno ya sabe lo que hace un santafesino cuando regresa a su ciudad luego de haber estado tantos años ausente, más allá de que en este caso el regreso no sea otra cosa que la antesala de la muerte.

Nunca pensé que mi viejo amigo, el amigo con el que me había separado hacía más de quince años, retornaría alguna vez a la ciudad para suicidarse. A Espinosa le pregunté qué es lo que se podía hacer. Me dijo que nuestro amigo estaba definitivamente muerto y que él estaba haciendo las diligencias para llevarlo al cementerio. Le pregunté la hora del entierro y me dijo que con suerte y viento a favor, la ceremonia podría celebrarse a la siesta. Me dijo también que había unos gastos que deberíamos compartir y que dos o tres amigos más ya estaban avisados sobre lo sucedido. Después colgó. Yo me quedé con el tubo en la mano y sentí en el cuerpo la agobiante soledad de la casa.

No me gusta hablar de la muerte, pero parece que a la muerte le gusta hablar conmigo. Cuando muere un amigo y esa muerte es además inesperada, uno no puede menos que convocar algunas imágenes del pasado, escenas compartidas, recuerdos de otros tiempos en donde todos nos creíamos inmortales porque, como en el poema de Pessoa, «nadie estaba muerto».

Hacía años que no vivía en Santa Fe. Hijo de una familia conocida, fue siempre algo así como la oveja negra. Nunca terminó los estudios de abogacía, nunca se interesó por administrar el campo de sus antepasados, nunca se comportó de acuerdo con las expectativas de sus mayores, ya que en lugar de cumplir con el mandato familiar se dedicó al cine, a la literatura y a emborracharse en los momentos libres, que eran los que más abundaban en su vida de entonces.

Como para terminar de escandalizar a la parentela, en algún momento se afilió al Partido Comunista de donde lo expulsaron a los tres meses por defender las tesis de Trotsky en materia estética. Por lo demás era introvertido, sensible, inteligente. No sé por qué motivos se fue a vivir a Buenos Aires. Un amor que en su momento provocó algo así como un pequeño escándalo y una propuesta de trabajo en una editorial, lo decidieron a dejar una ciudad en la que siempre se consideró un extraño, a pesar de que sus parientes decían que eran descendientes de los soldados que llegaron con Juan de Garay.

Al principio escribía a los amigos y creo que una o dos veces se dio una vuelta por la ciudad. Después me enteré que estaba viviendo en Roma y que en esa ciudad había muerto su mujer en un accidente de auto. Esto había ocurrido hacía más de diez años.

A la siesta fui al cementerio. Llegué solo y allí ya estaban Espinosa y Montini. Tres personas para despedir a alguien que había decidido marchar hacia la oscuridad por sus propios medios. Lloviznaba, la humedad se confundía con la neblina y todo el paisaje respiraba tristeza y desolación.

Casi cuando ya nos estábamos retirando llegó S., flaco, avejentado, el desteñido piloto azul oscuro, la barba de dos o tres días, el infaltable cigarrillo. No dijo una palabra. Estuvo un rato en el pasillo parado frente al lugar que de aquí en más sería el lugar de descanso de quien había sido su alumno y su amigo hasta el momento de la pelea cuyos motivos nunca conocimos, pero que ocurrió luego de que el que ahora estaba muerto se marchara a Buenos Aires con la mujer que alguna vez había sido de S.

Yo regresé al centro con Espinosa. Esa tarde estuvimos recorriendo algunos bares, tomamos café y más de un whisky. Saludamos conocidos, comentamos las noticias de los diarios. En algún momento yo hice una llamada por teléfono a Buenos Aires y ése tal vez haya sido el único instante bueno del día. Nos separamos casi a medianoche. En ningún momento hablamos del muerto, no era necesario…

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