No sé por qué nos fuimos haciendo amigos, pero la vida teje su propia madeja y no siempre nos informa acerca de sus designios. La primera vez que lo vi estaba parado en la esquina de Suipacha y Belgrano. Delgado, el pelo rubio caído sobre la frente, los ojos grises inquietos, una sonrisa que, según se mire, podía ser burlona o compasiva…
Apenas lo vi supe que necesitaba ayuda. Dije que estaba parado en una esquina y dicho en esos términos la frase no expresa mucho, porque cualquier joven puede estar parado en una esquina de la ciudad, pero no cualquier joven está a las cinco de la mañana totalmente borracho discutiendo con dos taxistas.
No recuerdo bien qué estaba haciendo yo a esa hora por la zona de la terminal de ómnibus, tampoco puedo explicarme por qué decidí intervenir, aunque a decir verdad nunca me gustó que le peguen a una persona que, además, no puede defenderse.
No me gusta pelear y mucho menos hacerme el guapo, pero tampoco me gusta que se ensañen con un borracho. Creo que el más grandote me dijo que el jovencito no sólo los había insultado, sino que además no quería pagar el viaje. Si alguien me preguntase por qué decidí pagar esa deuda no sabría qué responderle, pero lo cierto es que partir de ese momento me transformé en el protector de la persona que se llamaba F., aunque yo todavía no sabía que ése era su apodo.
Los taxistas se fueron y entonces vi que mi imprevisto defendido se había quedado dormido sentado en los escalones de un caserón que alguna vez fue un sanatorio. Hacía frío y me pareció que no era digno de mi parte dejarlo tirado en esas condiciones. Por otra parte, sabía que en algún momento iba a pasar algún coche de la policía y siempre me pareció que es más digno dormir incómodo en la casa de un desconocido que dormir cómodo en una comisaría. Volví a mirarlo: dormido parecía un chico desprotegido; después supe que en realidad era un chico desprotegido, pero eso lo supe después.
Esa madrugada, F. se fue a dormir a casa. No sé cómo hice para despertarlo, pero cuando lo logré, me explicó como pudo que no tenía a donde ir. Cuando lo oí hablar, lo primero que me llamó la atención fue el tono profundo de su voz y esa forma gentil de expresarse, como si en lugar de ser un borracho tirado en la calle fuera un niño distinguido saludando en la puerta del club a los amigos que asisten a una fiesta dada en su homenaje.
Lo que fue una invitación a pasar la noche derivó en una rara amistad hecha de encuentros fugaces, de vinos compartidos y poemas revelados. F. podía ser un muchacho encantador o un personaje sombrío, un tipo divertido con un sentido del humor ácido o un depresivo que salía a la calle a emborracharse como un desesperado.
Nunca supe de qué vivía y tampoco me preocupé por indagar demasiado. Sé que había llegado a Santa Fe a estudiar y que en algún momento había llegado a ser algo así como una de las promesas de la poesía local. F. iba y venía, aparecía por casa y con su proverbial gentileza me preguntaba si le permitía alojarse por unos días.
En muchas ocasiones, nos quedamos hasta la madrugada hablando de poesía. Recuerdo que le gustaba René Char y Saint John Perse. Amaba los poemas de Quasimodo y a Eliot y Dylan Thomas los recitaba en inglés. Le gustaba la música barroca y creía que el tango era una exageración que como toda exageración merecía ser corregida.
Algunas veces me habló de una mujer que quiso. Otras veces yo me permití alguna confidencia semejante. Una tarde, con su habitual delicadeza, me preguntó por una foto que está en mi dormitorio. Le dije que esa chiquilla de sonrisa traviesa que está allí, al lado de Marilyn Monroe y Juliette Grecó, es la mujer que quiero. No hizo ningún comentario, pero su sonrisa esta vez no fue burlona cuando en inglés musitó, como si estuviera rezando: «…para los amantes, para sus brazos/ que rodean las penas de los siglos/ que no pagan con salarios ni elogios/ y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte…». Era Dylan Thomas, por supuesto.
Opinaba de literatura, música y pintura como un exquisito. Una noche que estábamos tomando unas copas en un café concert me sorprendió porque uno de los artistas lo invitó a tocar el piano. Subió al escenario con la seguridad de quien se ha pasado la vida subiendo a escenarios para tocar temas de Vivaldi o Mozart con la indiferencia de quien sabe que lo que está haciendo es bueno, aunque para él eso no tenga la menor importancia.
Después venían las borracheras, las humillaciones… una vez me llamaron de la policía. Se había peleado con otros borrachos en un boliche y él había sido el único detenido. Otra día me dijeron que estaba internado en el hospital Cullen. A través de algunas relaciones logré que le den de alta y completó la internación en casa.
Una noche le dije: «Hasta ahora te he estado sacando de apuros, pero tengo miedo que alguna vez no lo pueda hacer». Sonrió con su sonrisa fina y elegante, pero no dijo nada. Yo en ese momento no lo sabía, pero sin proponérmelo estaba anticipándome a los acontecimientos.
Una madrugada me despertó el teléfono. Era otra vez la policía. Me decían que debía pasar por el hospital. Era él, pero esta vez ya no pude llevarlo a casa porque estaba muerto. Lo habían golpeado con saña y siempre me quedó la duda si los que habían cometido esa proeza eran otros borrachos como él o esos personajes que entonces recorrían la ciudad con autos sin patente y patente libre para matar.
Nunca lo supe y tampoco tenía mucho sentido averiguarlo. Mi amigo F. estaba muerto y lo único que pude hacer fue asegurarle un lugar de descanso en el cementerio. No sé en realidad por qué lo hice, no soy creyente ni creo en esas ceremonias, como tampoco sé por qué a veces, muy de vez en cuando, se me ocurre ir a visitarlo, llevarle algunas flores, compartir en silencio poemas de Dylan y pedirle disculpas por no haber sabido defenderlo la noche en que tal vez me necesitó más que nunca.