Algunas noches caminamos por las calles de Santa Fe. La Costanera, bulevar, ciertas calles de barrio Candioti o el barrio Sur suelen ser nuestros lugares preferidos. No sé por qué razón, pero los recuerdos de esos vagabundeos siempre me trasladan a noches frías, a atardeceres lluviosos, a siestas sin sol.
Creo innecesario decirles que mis amigos y amigas no creen en estos encuentros con Philippe. En mi vieja amiga C., por ejemplo, he notado una mirada desconfiada cuando le he hablado del tema, razón por la cual opté por no contarle más nada, porque no es bueno andar preocupando a las viejas amigas que nos quieren.
Miguel, en cambio, noto que me deja hablar y hasta se permite hacer alguna que otra observación. Con Miguel nos conocemos desde hace años y nuestra amistad se desarrolló alrededor de la literatura y la admiración por las novelas de Raymond Chandler, Dashiell Hammet, Ross Mc Donald y Charles Williams, entre otros.
Esto explica que mi amigo escuche mis confidencias con más predisposición, entre otras cosas porque sabe de lo que estoy hablando y sabe que en estos temas yo no me permito ni fabular ni decir cosas que no se correspondan estrictamente con la realidad. Sin embargo, en algunas circunstancias he notado en Miguel un silencio rayano con la incredulidad. Yo sé que él nunca se va a atrever a poner en duda mi palabra porque me conoce, me aprecia y es por temperamento muy discreto y reservado, pero a pesar de todo noto que también a él lo asalta en ciertas circunstancias el fantasma de la duda.
Está claro que si mis amigos del alma no terminan de creer lo que les cuento, no puedo pretender que ustedes den fe a mis palabras. Sin embargo, como sé que la verdad está de mi lado, me voy a atrever a confiarles que de vez en cuando, pero con más frecuencia de la que ustedes se puedan imaginar, yo paseo con Philippe Marlowe por las calles de esta ciudad.
A Philippe lo conocí una noche de invierno, hace de esto unos diez o doce años. Yo salía de uno de esos boliches nocturnos a los que en otros tiempos asistía para hacer tiempo y olvidarme de algunas penas de amor. Estaba parado en una esquina sin saber exactamente si correspondía seguir la noche en algún otro lado o irme a dormir, cuando de pronto lo vi venir caminando por calle Buenos Aires en dirección a San Martín. El piloto blanco, los hombros algo caídos, el cigarrillo en la boca y la expresión triste pero empecinada.
Supe enseguida que era él, pero yo también en principio me resistí a aceptar la evidencia. Philippe Marlowe era hasta ese momento un invento de Chandler que había vivido en Los Angeles hace de esto casi setenta años.
Lo vi pararse en la esquina y mirar hacia el sur. Después caminó hacia un kiosco y compró cigarrillos. Con la ansiedad del caso me acerqué a él y no me acuerdo si le pregunté la hora o si conocía algún lugar donde se pudiera tomar un whisky. Me miró y entonces supe definitivamente que era él.
-No soy de esta ciudad, -me dijo- pero se me ocurre que no debe ser muy diferente a cualquiera de las que he conocido; cerca de la terminal de ómnibus podemos encontrar algún lugar en donde podamos tomar unos tragos.
Así se inició nuestra amistad. Desde entonces han pasado algunos años y me he ido acostumbrando a esta extraña relación. Los encuentros se han repetido muchas veces. En el recuerdo, lo que más se destaca son las caminatas y el silencio. Hablamos poco y en más de un caso el intercambio de palabras se reduce a unos monosílabos. Philippe se ríe poco, pero nunca he conocido a alguien que tenga un sentido tan exquisito del humor. Las humoradas de Philippe pueden ser ácidas y en más de un caso desopilantes, pero nunca pierde esa expresión que más que seria es melancólica y más que taciturna es reflexiva.
Para los que conocen las novelas en las que Philippe es protagonista, debo decirles que él no se parece a Humphrey Bogart o a Gary Grant, sino a Robert Mitchum. Los años y la vida le han marcado el rostro con nobles arrugas y le han dado a la mirada esa dureza suavizada por la ironía y en algunos momentos, por algo que puede llegar a parecerse a la ternura, si es que esa palabra pudiera expresar aquello que en Philippe es otra cosa.
Philippe nunca pregunta, pero sabe escuchar y cada frase que dice tiene sentido. No es admonitorio ni da consejos, pero sus palabras no son livianas. Los sentimentalismos lo impacientan y las tonterías de la gente lo ponen de mal humor. No cree en la política, pero es un hombre de honor que aprendió en la escuela de la vida que los esfuerzos individuales para defender ciertos valores valen, aunque no alcanzan para cambiar el mundo.
Nunca me habla de su vida privada, pero yo no pude ser tan discreto. Philippe escucha mis cuitas y casi nunca me dice una palabra. Sin embargo, creo que fue la otra noche que le hablé del amor y de las esperanzas del amor. Me escuchó y por primera vez lo vi sonreirse. Era una sonrisa cansada, triste y tan breve que si no hubiera estado atento a su expresión no la hubiera registrado. Se me ocurrió que en algún momento iba a decirme algo, pero no fue más que una ocurrencia, porque no hubo ningún comentario. En algún momento insistí en el tema y fue entonces que me dijo: Lucio, usted está hablando mucho sobre cosas que sólo a usted le pertenecen.
Lo miré porque me extrañó la dureza de sus palabras; pero el tono de su voz no era duro y, por primera vez, noté que su expresión se suavizaba… Nos separamos sin decir una palabra en una esquina del centro. No sé cuando volveremos a vernos, pero es probable que cualquiera de estas noches nos encontremos y sigamos cultivando nuestra curiosa pero entrañable amistad.