Sábado a la noche

El sábado, mi amigo J. me invitó a comer un asado en su casa. No me gusta salir los sábados a la noche pero, considerando que hacía mucho que no conversaba con él, decidí aceptar la invitación. Como J. vive en Guadalupe, a una cuadra de la Costanera, preferí ir caminando hasta su casa, entre otras cosas porque la noche estaba linda, la luna brillaba límpida en el cielo y yo andaba con ganas de caminar por las calles del barrio, mirando una luna que probablemente alguien en otra ciudad, y tal vez desde algún ventanal, también estaría mirando.

J. estaba solo. Su esposa había viajado a Francia a visitar a su hijo que estudia en París. El, por su parte, se había quedado a cargo de la casa y del otro hijo, que seguramente había salido con sus amigos. Cuando llegué, el asado estaba recién dorándose. Un vaso de vino tomado al lado del asador es una tentación difícil de eludir; conversar con un amigo mientras la carne se va asando es siempre un placer.

Con J. nos conocemos desde hace muchos años, tal vez demasiados. Como suele ocurrir con las amistades prolongadas, no es necesario vernos todos los días para saber quiénes somos. Algunas veces hemos estado más unidos, a veces la vida y las circunstancias que ella trama nos separó. Ninguna de esas alternativas logró distanciarnos en las cosas que importan.

En algún momento a los dos nos interesó la política; es más, nos conocimos en la militancia universitaria de aquellos años. En mi caso, esa pasión se fue debilitando; en el suyo, se mantuvo intacta. No sé quién de los dos tiene razón. A veces pienso que mi escepticismo político no es saludable, a veces pienso que es un rasgo de sabiduría. Por supuesto que me interesa una sociedad más justa, pero no creo que sea la política el camino para lograr ese objetivo y, si a veces lo creo, estoy seguro de que ése no es mi camino personal.

No soy lo que se dice un apolítico, no cometo la necedad de creer que la política es el mal de la Argentina, pero sí he aprendido que en la vida cada persona tiene que encontrar su lugar para pensar y vivir su compromiso y, en mi caso, ese lugar no es la política.

Por supuesto, J. no piensa lo mismo que yo, y en más de una ocasión hemos discutido este tema sin ponernos de acuerdo. El comparte conmigo que la política, tal como se la piensa y se la vive, hoy no conduce a ningún lado, o conduce al peor de los lugares, pero sigue creyendo que es posible pensar la política desde otro lugar, y que en ese sentido todo lo que se haga es siempre bueno. Yo respeto su opción, pero no lo acompaño. La diferencia no empaña nuestra amistad, porque ambos sabemos que en las cosas que importan ni él ni yo hemos cambiado.

Cenamos acompañados por el piano de Gershwin y el saxo de Charlie Parker. J. me puso al día sobre las últimas novedades políticas. Hablamos de la inundación, del gobierno nacional y provincial. J. expresó su confianza en que las cosas podrían cambiar. Preferí no decirle lo que yo pensaba. En otro momento me habló de sus dudas, pero reiteró su confianza en el futuro.

-No quiero escupirte el asado -le dije- pero, ¿te pusiste a pensar cuántas veces en los últimos años dijiste exactamente lo mismo?

Se sonrió y movió la cabeza, un típico gesto suyo, un gesto que conozco de memoria: -Y lo voy a decir cuantas veces sea necesario, porque en algún momento el cambio va a llegar y entonces los escépticos como vos comprenderán que valió la pena luchar…

-¿Y qué pasaría si a los escépticos como yo -le respondí con la mejor de mis sonrisas- se nos ocurriera pensar que tu supuesto cambio no cambia nada?

Volvió a mover la cabeza como diciendo que yo persistía en no entender lo más importante. Después dijo: -Nadie te impedirá estar en contra o discrepar, pero quiero creer que tipos como vos nos van acompañar.

-No estés tan seguro -le dije.

Después la conversación derivó por otros carriles. Hablamos de literatura, de cine y hasta pensamos en concretar un viaje que nos prometimos hace muchos años. Al cogñac lo tomamos en el living. A Charlie Parker lo sucedió Keith Jarret y a Gershwin lo reemplazó el magnífico Django Reinhardt.

Como a las dos de la mañana, decidí regresar a casa. J. me acompañó hasta la puerta. En lugar de despedirnos seguimos conversando. Desde la vereda se distinguía el movimiento de gente y autos en la Costanera; más allá se adivinaba la laguna. En algún momento me preguntó cómo andaban mis cosas. Entre hombres solos estas preguntas se hacen con mucha discreción. J. así lo hizo. Le respondí que seguía viviendo solo, pero que en cierta manera ya no estaba más solo.

Me dio la impresión de que no entendió bien mi respuesta, pero no dijo nada. Como para confundirlo un poco más, le dije que a mi manera era feliz, de la única manera que se puede ser feliz en este mundo… Volvió a mirarme, pero yo ya estaba decidido a no darle más pistas. Por mi parte, no le pregunté ni sobre su vida matrimonial ni acerca de la relación con su mujer. Ya sabía la respuesta y no me interesaba volver a escucharla.

Nos despedimos con un apretón de manos y la promesa de vernos más seguido. Empecé a caminar con dirección a la Costanera. En un banco cerca del faro me senté a fumar un cigarrillo y a rendir un secreto homenaje a San Valentín. Una pareja de enamorados se besaba en las escalinatas; un perro vagabundeaba en las orillas.

Encendí un cigarrillo y me quedé mirando la laguna o, para ser más preciso, el reflejo de la luna sobre la laguna, ese resplandor plateado que parecía desparramarse sobre las aguas oscuras. Volví a pensar que tal vez en algún otro lugar, tal vez en otra ciudad, posiblemente desde otro ventanal, alguien, después de la cena con algunos amigos, estaría mirando la misma luna.

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