Pareciera que a los hombres no les gusta hablar de amor. La tradición machista en este sentido ha hecho estragos. Los hombres no hablan de amor y si lo hacen lo que predomina es el cinismo. Puede que en alguna circunstancia un hombre hable de sus penas de amor, en ese sentido el tango ha sido la expresión artística que más ha insistido en el género.
En realidad, en el tango el hombre no habla de sus dolores, sino del daño que le ha ocasionado alguna mujer que por definición parece ser siempre mala. Cuando esto ocurre, lo que abunda es la desmesura y el sentimentalismo, «ese fracaso del sentimiento», como le gustaba decir a Henry James.
En algunos casos muy puntuales predomina la discreción, pero siempre en clave machista: «No me vas a ver llorando como vos te imaginás» o «se fue, mala suerte, paciencia pal criollo, qué tanto merengue por una mujer…», o el inigualable «…pero yo sé que metido vivís penando un querer, que querés hallar olvido, cambiando tanta mujer. Yo sé que de madrugada, cuando la farra dejás, sentís tu pecho oprimido por un recuerdo querido y te ponés a llorar…».
Mi amigo R. sostiene que el hombre debe expresar sus sentimientos con prudencia. Me recuerda el texto de «Alexis el griego», cuando el insuperable Anthony Quinn dice que un hombre que se precie de tal nunca debe llorar delante de una mujer, porque la mujer es frágil y desamparada, y si descubre que el hombre se derrumba en lágrimas, la pobre se sentiría perdida y no sabría qué hacer con su vida.
R. llegó hace unas horas a casa. Pasó para dejarme un libro, pero nos pusimos a conversar acompañados de un café bien caliente. Afuera oscurece y crece el frío. Desde mi ventana distingo las copas de los árboles que ya se están despojando de las hojas. Me gustan las noches de invierno, el calor de la estufa, el café caliente, la música de Jarrett, un cogñac y la conversación con un buen amigo.
R. no desconoce que es algo machista, pero irónicamente se califica como un machista no violento que trata de luchar contra sus tendencias tradicionales. En otros tiempos esta declaración suya no la hubiera considerado creíble, pero ahora los años algo han enseñado y me consta que R. cree en lo que dice y que ya no le interesa la pose de hombre duro que supo cultivar con deliberado esmero en otros tiempos.
No sé por qué salió el tema de los hombres y el amor; creo que fue la lectura de una carta de Raymond Chandler lo que nos motivó. Allí, el autor de «El largo adiós» le escribe a un amigo después de la muerte de su mujer y le dice la frase más extraordinaria que puede decir un escritor de una mujer: «Todo lo que escribí fue apenas fuego para que ella se calentara las manos».
Yo también pienso que es raro que los hombres hablen de sus penas de amor y mucho más raro es que lo hagan con discreción y estilo, con esa elegancia en el sufrimiento de la que hablaba Ernest Hemingway. Pero lo más raro de todo -le digo- es que admitan que están enamorados y que la mujer que quieren los hace inmensamente felices.
R. me dice que conoce algunos casos, pero que es más común escuchar las quejas del amor que las alegrías del amor. Le señalo que las mujeres en ese sentido viven sus pasiones con más plenitud, no se avergüenzan de estar enamoradas, tal vez porque han admitido sin rubores que el amor es algo importante en la vida, mientras que a los hombres culturalmente los han preparado para desempeñar el rol del cinismo y la dureza de corazón. En ningún lugar está escrito que el hombre debe comportarse de ese modo, pero basta mirar alrededor para darse cuenta de cómo pesan esos mandatos y cómo hacen sufrir.
Recuerdo otro amigo, confesándome que a él el machismo nunca lo había consolado; que todo lo contrario, ya que el machismo no sólo que lo había transformado en alguien injusto y afectivamente mutilado, no sólo que había endurecido el corazón, sino que además lo hacía vulnerable al sufrimiento, ya que todos sus fracasos amorosos provenían de esa rigidez, cercana al fascismo, que alimenta el machismo
R. advierte sobre el peligro de las generalizaciones y yo le señalo los riesgos equivalentes del nominalismo. Seguimos conversando, pero como suele ocurrir en estas pláticas, llega un momento en que no queda mucho por decir o la única novedad que se puede nombrar es la que nace de la propia historia personal.
Yo sé que no es casualidad que R. se haya dado una vuelta por mi casa y que en algún momento el tema del amor se haya instalado en la conversación. Un pajarito travieso me ha contado que R. está enamorado y este súbito despertar al amor y al deseo ha alterado su propia imagen. Ya se sabe que es más cómodo convivir con el dolor o la indiferencia que aceptar la alegría y la felicidad. Una larga tradición romántica ha ponderado el sufrimiento, la angustia y el dolor y ha descartado por conformistas y frívolas las alegrías del amor superficial.
Por supuesto que tiene más prestigio estético y moral «La canción desesperada» de Pablo Neruda que «La felicidad » de Palito Ortega. Digamos que escriben poemas de amor quienes sufren las penas del amor, mientras que las personas enamoradas no tienen necesidad de escribir poemas porque la mejor poesía es su propia felicidad. Digamos que los enamorados están más ocupados en vivir el amor que en escribir sobre el amor, aunque vivir el amor, para mi gusto, deba ser una pasión colocada en las antípodas de la música fácil y vulgar de Palito Ortega.
R. ya se ha ido y me he quedado solo sentado en un sillón de mi biblioteca mirando las ondulaciones del fuego de la estufa. Otro cigarrillo, el enésimo café del día y las reflexiones. Claro que me importa pensar en el amor y soy de los que creen que el amor es mucho más que un tema privado. Pienso que si los hombres reflexionaran más sobre el amor, el amor concebido como una fuerza, como un estado de plenitud y de gracia, es posible que también estuvieran dispuestos a trabajar por un mundo más justo. No estoy seguro que así sea pero me gusta pensarlo así.
Creo que fue Robert Browning el que dijo: «Ama un solo día y el mundo habrá cambiado». Antes de irse le recordé esa frase a mi amigo R. y la escuchó con una luz en los ojos. Después me dijo: «Lucio, si esto fuera así, desde hace muchos tiempo M y yo estamos ayudando a cambiar el mundo».