Después de cinco años de guerra con un balance parcial de más de ciento cincuenta mil muertos, dos millones de refugiados y la destrucción de sus principales ciudades -entre las que merecen destacarse Palmira y Alepo-, lo único que se sabe de Siria es que la guerra civil va a continuar, una guerra librada entre fanáticos cuyo exclusivo objetivo es destruirse mutuamente sin evaluar las consecuencias que esa orgía de sangre proyecta sobre la población civil o, para ser más precisos, sobre lo que queda de población civil.
Las crónicas que nos llegan son estremecedoras: niños decapitados, mujeres lapidadas, ancianos ahorcados, familias destruidas y cientos de miles de personas que huyen sin rumbo fijo. El Isis ha sido presentado con muy buenos argumentos y pruebas como el protagonista más feroz y desalmado de la contienda, pero sería un error suponer que del otro lado son más humanitarios o compasivos; o que solo el Isis recurre a atentados suicidas o sacrifica a los prisioneros.
A esta altura de los acontecimientos, resulta por lo menos arriesgado decir quiénes son los principales responsables de lo sucedido, no porque haya inocentes, sino porque todos, sunnitas y chiitas, mercenarios de Assad, milicianos de Al Nusra o fanáticos del Isis han hecho sus aportes para transformar a Siria en lo más parecido a un infierno. La responsabilidad incluye a kurdos preocupados en no ser manipulados por EE.UU. o Turquía, aunque el precio a pagar por tanta escrupulosidad sea su impotencia.
En las últimas semanas, la novedad fue la presencia cada vez más gravitante de Rusia y el progresivo apartamiento de EE.UU., más preocupado por atender sus intereses estratégicos en el Pacífico que en continuar una guerra en la que no tienen nada para ganar y sí mucho para perder. La afirmación, por supuesto, merece relativizarse, porque más allá del hecho real acerca del cambio de orientación de EE.UU., el imperio, es decir, la potencia militar y tecnológica más importante del mundo, por un camino o por otro, fatalmente, nunca puede mantenerse prescindente donde haya un conflicto armado. Es que, como dijera Rudyard Kipling -en este caso pensando en los ingleses y la reina Victoria- el imperio es, en primer lugar una responsabilidad, en muchos casos desagradable, pero responsabilidad al fin.
Atendiendo a esta lógica, y muy en sintonía con el ideal Demócrata, el presidente Barack Obama se esmeró para arribar a un acuerdo con Irán; dudoso si le vamos a creer a Israel y a la oposición Republicana, para quienes ese acuerdo se parece más a una capitulación que a un entendimiento con un país que desde hace casi cuarenta años es un enemigo declarado de Washington, un rival a quien sus principales clérigos no vacilan en calificar de “Gran Satán”.
De todos modos, y más allá de las inevitables idas y venidas de estos procesos, la tendencia histórica pareciera marcar el retiro de los yanquis de una región rica en petróleo, combustible cuyo precio está bajando de modo alarmante, un perjuicio que a EE.UU. le resulta indiferente ya que, entre otras cosas, gracias a su poderío tecnológico y a las exploraciones realizadas, logró el autoabastecimiento.
La ruidosa intervención militar de Rusia, interesada en recuperar posiciones perdidas como consecuencia del derrumbe del comunismo hace un cuarto de siglo, fortalece aparentemente al régimen de Assad, quien sin este respaldo hace rato que se hubiera rendido o hubiese marchado al extranjero como un déspota más. Rusia defiende sus bases militares en Tartus, pero también aspira a tener una presencia en la región aprovechando el repliegue de EE.UU. y la actitud expectante de China.
Por lo pronto, la presencia militar de Moscú ha sido y es brutal. Las tropas de Putin, como ya lo demostraron en la ex URSS, no se detienen en delicadezas, mucho menos se preocupan por proteger a la población civil o los edificios de las grandes ciudades y, para que nadie se llame a engaño, sus principales jefes militares se han ocupado en afirmar que temas como los derechos humanos y las leyes aprobadas en la ONU, les resultan absolutamente ajenas. Sin exageración podría decirse, atendiendo a las modalidades de los bombardeos y la masacre indiscriminada de niños, mujeres y ancianos, que lo que allí se está gestando es lo más parecido a un genocidio.
¿Significa esto que el fin de la guerra está próximo? No hay motivos por el momento para ser tan optimista, en tanto las disputas de las facciones en lucha son encarnizadas y todas, a su manera, disponen de poderosos respaldos externos. No, la paz no está cerca en Siria y lo que le aguarda a la población es más muerte, dolor y odio en un escenario donde todos los protagonistas están convencidos de su verdad y, en la mayoría de los casos, ese conocimiento se sustenta en el fanatismo religioso, motivo por el cual se hace extremadamente difícil, por no decir imposible, arribar a soluciones racionales, las únicas viables si lo que se quiere es firmar la paz.
Está claro que no sólo los fanatismos religiosos están presentes en esta desdichada región. Los intereses económicos están a la orden del día y, como ocurre en todo enfrentamiento armado, siempre hay sectores que hacen muy buenos negocios, motivo por el cual están muy interesados en que la guerra continúe.
Visto desde una perspectiva más amplia, podría postularse que la crisis desatada en la región pone punto final al orden impuesto por las grandes potencias luego de la Primera Guerra Mundial. La actual crisis se inició con la denominada “Primavera árabe”, proceso que intentó presentarse como una gesta liberadora en clave occidental, cuando en realidad fue esta sugestiva “primavera” la que abrió las puertas a las versiones más radicalizadas del fundamentalismo islámico.
Otra interpretación, postula que el equilibrio se rompió cuando EE.UU., violentado el orden político internacional que ellos mismos habían contribuido a crear, decidió invadir Irak inventando para ello pretextos falsos que no alcanzaban a disimular la voracidad de algunos funcionarios yanquis para apropiarse el petróleo iraquí.
La caída de Irak favoreció al chiismo y muy en particular a Irán, un cambio en la relación de fuerzas que comenzó a preocupar seriamente a Arabia Saudita, una preocupación que se extendió a los principales emiratos del Golfo. Es en ese contexto que se inicia la guerra civil en Siria contra un déspota que reúne todos los defectos del padre y ninguna de sus virtudes. El resplandor dantesco de la guerra civil alcanzó a toda la región y nadie, ni siquiera Jordania e Israel, pudo mantenerse prescindente.
En el caso de Israel, sus dirigentes políticos se esforzaron desde que estalló la “Primavera…” por ser muy cautos con un conflicto en el que, desde el punto de vista de su seguridad nacional, era preferible el mal conocido que lo bueno por conocer. Como los hechos se encargaron luego de confirmar, Assad devino por imperio de las sanguinarias circunstancias en lo menos malo, una calificación que por lo pronto los rusos decidieron otorgarle para justificar su despliegue militar en la zona.
Si bien para Israel la guerra -entre sus tradicionales enemigos-, de alguna manera pareciera favorecerlo, sus principales dirigentes, habituados a lidiar en los peligrosos laberintos de la política regional, no se mostraron tan optimistas, entre otras cosas porque pronto vieron que quienes combatían contra Assad nunca se privaban de recordar que su enemigo estratégico era Israel.
Por otra parte, la diplomacia israelí sabe muy bien que en un clima de guerra, incluso de guerra entre sus enemigos, fatalmente esa violencia desatada termina por proyectarse hacia quienes para la inmensa mayoría de los musulmanes consideran su enemigo principal o, para ser más preciso, el ocupante ilegítimo de un territorio que no les pertenece. ¿O acaso es exagerado afirmar que si Israel, por ejemplo, hubiera entregado las alturas del Golan, éstas en estos momentos serían una base militar del Isis con sus cañones, alfanjes y suicidas apuntando contra Israel?