Si no hay novedades importantes -en política siempre las puede haber- en el referéndum de Bolivia, Evo Morales no podrá concretar su deseo de candidatearse una vez más como presidente. Según la información disponible al momento de escribirse esta nota, la opción por el NO (el no a la pretensión de Morales) parece imponerse de manera irreversible.
La oposición está ganando en La Paz, Santa Cruz, Potosí y Cochabamba, es decir las principales ciudades de este país. En El Alto, tradicional feudo de Morales, el oficialismo se impuso, pero descendiendo de los setenta por ciento de los votos al cincuenta y siete. El vicepresidente Álvaro García Linera dijo este lunes que había un empate técnico, en tanto los seguidores de Evo estiman que el voto rural, que aún no se habría contabilizado, modificaría de manera decisiva esta relación de fuerzas.
Ni lerdos ni perezosos, los principales dirigentes opositores acusan al gobierno de estar preparando un fraude. Morales por su parte, llegó a admitir la posibilidad de ser derrotado, una manifestación absolutamente novedosa por parte de un dirigente que desde 2005 viene ganando todas las elecciones, algunas de ellas con una diferencia absoluta. De más está decir que la admisión de su hipotética derrota no le impidió responsabilizar a sus enemigos de siempre sobre este resultado electoral: ¡ay de las tragedias que se avecinan en el futuro si regresa esa oposición descalificada y demonizada!
Sin embargo, en la ocasión pareciera que un sector mayoritario de Bolivia decidió ponerle límites a la pretensión de reelección indefinida por parte de Morales. Como se recordará, Morales llegó a la presidencia en 2005 y fue reelecto en 2009 y 2014, reelecto con un aluvión de votos. El mandato actual vence en 2019, con lo que sumaría alrededor de quince años en el poder, constituyéndose no sólo en el primer presidente indígena sino el mandatario que más tiempo estuvo en el poder.
La popularidad del actual presidente está fuera de discusión como está fuera de discusión que la historia de Bolivia muy bien podría escribirse como un antes y un después de Evo. Al balance definitivo de su gestión los historiadores tendrán tiempo para hacerlo, por lo pronto Morales se distingue con su presidencia sincera sobre una realidad que las elites tradicionales desconocían: la mayoría indígena del país con derecho a tener voz propia.
El último presidente electo de Bolivia antes de Morales, fue el señor Sánchez Lozada, un dirigente que vivió más años en EE.UU. que en Bolivia y que tenía serias dificultades para expresarse en castellano. La corrupción y la incapacidad de estos elencos políticos para dar una solución viable a un país estragado por la pobreza, prepararon las condiciones para la llegada de Evo Morales al poder.
Evo Morales nació en 1959, supo de la pobreza y la discriminación desde su más tierna infancia. Trabajó desde niño y alguna vez estuvo con su familia en Salta y Tucumán, no de vacaciones precisamente. Las aulas de una escuela primaria de Jujuy lo tuvieron de alumno y hace unos años, ya presidente, estuvo allí y decidió ser el padrino de esa escuela.
En las luchas sociales, se inició en la adolescencia. Pronto demostró condiciones de líder ganándose el respeto de sus seguidores gracias a su inteligencia, coraje y, por supuesto, una cuota importante de ambición. El crecimiento sindical de los cocaleros concluyó en la formación de un partido político que expresara ya no una estrategia reivindicativa, sino de toma del poder. En esas, condiciones nació el Movimiento al Socialismo (MAS).
Las clases dirigentes tradicionales combatieron a Morales con todas las armas, las legales y las no tan legales. Lo descalificaron por indio, se burlaron de su estilo político, aunque con el tiempo cambiaron de táctica ya que los resultados eran desoladores para su propia causa. Estados Unidos, por su lado, manifestó su rechazo absoluto a estos productores de coca, mientras que la explicación de los cocaleros tratando de diferenciar el cultivo de la coca del negocio de la cocaína no dio resultados.
Fue así como el embajador de EE.UU., Manuel Rocha, declaró públicamente que Evo Morales es el enemigo y que si gana las elecciones, su gobierno retirará las ayudas sociales. Haciendo gala de su proverbial sentido del humor, Morales le agradeció al embajador tan inesperada promoción, porque efectivamente nunca las palabras de un embajador fueron tan eficaces para promover a un candidato.
Morales llegó al poder invocando su identidad indígena y promoviendo los rituales y ceremonias de estos pueblos que representan la mayoría de la población. A muchos nos cuesta entender estos estilos políticos en pleno siglo XXI, pero lo cierto es que son representativos de estos países. Desde el punto de vista político, Morales adscribió a la orientación populista en sintonía con Hugo Chávez, en Venezuela; Correa, en Ecuador; Daniel Ortega, en Nicaragua; Lula, en Brasil, y Kirchner, en Argentina.
Nacionalizaciones, críticas duras al antiguo régimen, conflictos con diferentes regiones, movilizaciones populares en su apoyo; lo cierto es que en ese escenario de conflictos, tensiones y en algunos casos antagonismos irreductibles, logró sostener su popularidad y manejar con mano firme las riendas del poder.
A diferencia del populismo argentino o venezolano, Morales supo administrar con racionalidad las cuentas del Estado. Sus aciertos y errores no le impidieron desde el punto de vista político concentrar el poder y personalizarlo. En este punto, Morales no difiere de sus pares populistas absolutamente convencidos de que Dios, el diablo o el destino los designaron para gobernar en sus países hasta la eternidad.
Precisamente, uno de los rasgos distintivos de los regímenes populistas es la constitución de liderazgos que pretenden permanecer en el poder jugando en los límites de la ilegalidad. Morales en este caso, convocó en 2008 una asamblea constituyente plagada de conflictos e irregularidades, pero que concluyó por ser legitimada. De acuerdo con las nuevas disposiciones, un presidente no podría quedarse más de dos mandatos. Para las elecciones de 2014, sus adversarios observaron que Morales no podía ser candidato porque ya era su tercer mandato. La respuesta del oficialismo fue la previsible en estos casos: como la nueva Constitución comenzó a regir en 2009, constitución que además define un nuevo tipo de Estado, el mandato presidencial de 2005 a 2009 no debía ser tenido en cuenta.
La observación no es un argumento constitucional, ni siquiera un razonamiento político, es, en primer lugar, una vulgar chicana manipulada por quienes pretenden quedarse en el poder más allá de lo que digan las leyes o el espíritu de las leyes. El dato merece mencionarse porque, a decir verdad, Morales no inventó esta chicana; en la Argentina, sin ir más lejos, gobernadores y funcionarios la utilizaron decididos a manipular las leyes para continuar disfrutando de las mieles del poder.
Lo que más llama la atención en estos regímenes populistas, cuyo principio de legitimidad es el apoyo popular y la promoción de candidatos que por lo general no pertenecen a las elites tradicionales, es la tendencia obsesiva a eternizarse en el poder, una conducta que suele ir acompañada de iniciativas orientadas a eliminar internamente cualquier candidato alternativo o a no permitir la emergencia de candidatos que lo reemplacen.
Si Morales debe dejar el poder en 2019, ¿quién será el candidato que intentará sucederlo? No se sabe o no se conoce. La exigencia republicana de todo equipo de poder de capacitar dirigentes que lo sucedan, no se cumple en el libro sagrado del populismo. Nadie sabe quién sucederá a Correa si decide retirarse; algo parecido ocurre en Nicaragua con Daniel Ortega, o en la Argentina con los Kirchner.
Evo Morales está visto que cumplió al pie de la letra con estos preceptos, una versión del siglo XXI tributaria del antiguo apotegma de Luis XIV: “El Estado soy yo”; o esa otra versión del heredero de Luis XIV: “Después de mí, el diluvio”.