Amalia y Alberto

El otro día fui convocado a declarar en Tribunales por el llamado “caso Barcos”. Se trata del señor Horacio Américo Barcos denunciado por Amalia Ricotti de haber sido su secuestrador y violador. Amalia y Alberto Tur fueron secuestrados por un grupo de tareas el 16 de mayo de 1978. Estuvieron detenidos en una casa ubicada en las afueras de la ciudad y fueron sometidos a diferentes tipos de tormentos. Los “muchachos”, además, se dieron otros gustos: violaron a Amalia y se sintieron orgullosos de su faena; por lo menos eso es lo que manifestaban mientras se emborrachaban delante de sus víctimas.

Quince días después, Amalia y Alberto fueron dejados en libertad. Les exigieron que hagan una declaración en los diarios diciendo que no les había pasado nada, que su ausencia se debió a temas familiares y colorín colorado este cuento ha terminado. Por lo menos eso creían los verdugos. Treinta años más tarde, Amalia reconoció a uno de ellos en la calle y hoy este caballero está entre rejas. Su prontuario personal es envidiable: servicio de inteligencia, alcahuete, buchón, torturador y violador de mujeres. En sus ratos libres se desempeñaba como dirigente sindical y dejo librado a la imaginación de los lectores el signo político de su particular militancia.

Los datos del personaje merecen recordarse porque ésa fue la filiación humana de quienes libraron la singular guerra contra la subversión.

Como para que en este estercolero nada falte, los secuestradores ingresaron al domicilio de la pareja y se robaron todo: platos, cubiertos, lámparas, radios. A ese singular operativo, estos buenos señores lo calificaban con el nombre de botín de guerra, una verdadera licencia poética, si se permite la palabra, ya que el botín de guerra es el premio que los generales le daban a los valientes guerreros que habían vencido. En el caso que nos ocupa los beneficiarios no eran ni guerreros y mucho menos valientes, sino vulgares rateros lanzados voraces sobre las propiedades de víctimas indefensas.

No concluyeron allí los despojos. El padre de Alberto Tur debió pagar con una casa de su propiedad la libertad de su hijo y de su nuera. Conviene registrar algunos datos: después de quince días de tormentos, los represores los dejan en libertad porque seguramente no tenían nada que imputarles, pero no obstante ello, se las ingenian para robarle una casa al padre. A estas operaciones dignas de canallas de la más baja estofa, las calificaban de “servicios prestados a la patria” porque, importa señalar, estas operaciones delictivas se podían perpetrar porque contaban con el apoyo del Estado, del Estado terrorista, se entiende.

Alberto y Amalia recuperaron su libertad pero no sé si alguna vez se recuperaron de las heridas y los agravios sufridos. Los dos siempre fueron lo suficientemente dignos como para no exhibir gratuitamente sus llagas, pero quienes los conocimos y fuimos sus amigos sabemos lo que sufrieron. Alberto Tur falleció hace siete años, pero me consta que nunca pudo olvidar lo que le sucedió a él y a la que entonces era su mujer. Amalia cada vez que recuerda lo sucedido se le llenan los ojos de lágrimas. No es para menos.

Fui a declarar el pasado lunes porque respeto a la Justicia y me parece formidable que se levanten tribunales para juzgar a torturadores y asesinos con todas las garantías de la ley, las mismas garantías que ellos les negaron a sus víctimas. Fui a declarar porque era una asignatura pendiente con dos amigos. Fui a declarar porque con Alberto este tema en su momento lo hemos conversado y porque a Amalia le creo y basta mirarle a los ojos para darse cuenta que dice la verdad.

Fui amigo de Alberto y Amalia y en los meses que se produjo la tragedia solíamos vernos con bastante frecuencia. Ellos venían a casa o nosotros íbamos a la casa de ellos y nos quedábamos conversando hasta tarde, de política por supuesto, pero también de literatura y de cine, temas que seguramente a los verdugos les deben poner los pelos de punta porque además de asesinos y delincuentes suelen ser incorregiblemente brutos y, como el nazi de la anécdota, cada vez que escuchan la palabra cultura compulsivamente comienzan a acariciar la culata de la pistola.

Un par de semanas antes del secuestro, habíamos estado juntos en un camping de Paraná. Me acuerdo de aquellas breves vacaciones. Me acuerdo de un asado debajo de un árbol, de las charlas en la sobremesa, de ese particular sentido del humor de Alberto que tanto me recordaba a Woody Allen y del río contemplado desde la barranca. Me acuerdo, por supuesto, de las conversaciones políticas, de las discusiones, porque bueno es saber que con los amigos, con los verdaderos amigos, se discute y muchas veces no se está de acuerdo porque la verdad más importante de un hombre siempre está más allá y más acá de la política.

Sin ánimo de exagerar o ponerme sentimental, puedo decir que en esos días éramos felices aunque seguramente ya para entonces estábamos vigilados, pero así es la vida, o así era la vida en aquellos años: uno podía permitirse sentirse bien sin saber que muy cerca, a veces demasiado cerca, acechaban las alimañas.

También me acuerdo de esa mañana cuando la madre de Alberto me llamó por teléfono para informarme que los dos habían sido secuestrados. Alberto viajaba al otro día a Perú. Los tiempos que vivíamos eran de tal locura que un viaje a Perú para asistir a un congreso de historia podía ser motivo de sospechas y la vida de uno dependía del humor, el capricho o la lascivia de un miserable buchón.

Me acuerdo de nuestra angustia e impotencia. Las puertas se cerraban, nadie decía una palabra, nadie sabía nada, todo era silencio, un silencio denso, asfixiante, un silencio que presagiaba las peores noticias. Dos semanas después los dos aparecieron con vida. Por supuesto que todos nos alegramos, pero las huellas de la tortura estaban; las marcas de la violación también estaban. En nombre de todas esas cosas fui a declarar. Por Amalia y por Alberto. Por nuestros años compartidos en medio de la soledad y el miedo. Por nuestra militancia en el Partido Socialista Unificado y en la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos. Por todo esto lo hice. También por nuestras diferencias. La amistad con Alberto era una amistad exigente, como deben ser las verdaderas amistades. Fue un hombre lúcido, un intelectual en el sentido pleno de la palabra. A su lado descubrí a Gramsci y a Dahrendorf; con él conversamos sobre lo que debe ser una política y una ética de los derechos humanos y lo que significa una genuina democratización de la sociedad y el Estado. Daba gusto conversar con él, incluso discutir y, a veces, pelearse.

Esa bellísima persona, este hombre honrado a carta cabal, incorruptible y valiente, fue secuestrado, torturado y humillado por esta escoria social que fueron los llamados grupos de tareas. No quiero ser reiterativo ni excesivo en los elogios, pero Alberto -también Amalia- demostraron ser dueños de un singular coraje, de un coraje que jamás podrán conocer sus verdugos, muy guapos para secuestrar en patota a un profesor indefenso o violar a una mujer digna.

Jean Larteguy decía que los verdaderos guerreros se juegan el cuero en la guerra y el alma en el sexo. Los secuestradores de Amalia y Alberto nunca han tenido nada que ver con esas verdades practicadas por hombres verdaderos, porque no se jugaron el cuero en la guerra, sino que secuestraron, raterearon y torturaron. Y tampoco se jugaron el alma en el sexo, porque mutilados para el amor su única relación con el sexo fue la violación, cuando no la masturbación o la más desolada impotencia. Por todas estas razones, razones de la inteligencia y del corazón, es que fui a declarar, a estar de alguna manera al lado de ellos, como corresponde, como debe ser entre amigos.

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