John Kennedy, el crimen fue en Dallas

Tenía trece años cuando ese viernes de noviembre de 1963 escuché por la radio la noticia de que habían asesinado al presidente de EE.UU., John Kennedy. Los chicos de aquella época, como los de ahora, no nos quedábamos horas al lado de la radio escuchando noticias políticas, pero esta vez ese principio no se cumplió. Estuve escuchando la radio con mi madre (en la pequeña y remota ciudad donde entonces vivía no había televisión y los diarios llegaban al otro día) hasta la caída de la tarde. No sé por qué motivo esa muerte me impresionó de esa manera. En algún momento, sentí la necesidad de salir a la calle y a pesar del medio siglo transcurrido tengo frescas las imágenes de la gente desconsolada, los rostros consternados, en algunos, las lágrimas en los ojos. En las veredas, en las esquinas de la plaza, en los bares y almacenes no se hablaba de otra cosa; se lo hacía en un tono bajo, como si gritar o levantar la voz fuera una falta de respeto con el muerto, como si de pronto el mundo se hubiera suspendido para que todos nos recogiéramos en el corazón de la tragedia.

Muchos años después, leí que Borges comentaba que los dos grandes acontecimientos de su vida, los dos grandes hechos donde pudo verificar que no siempre una manifestación popular es indigna, fueron la Revolución Libertadora de 1955 y la muerte de Kennedy en 1963. Borges contó que esa tarde salió a la calle y se sorprendió de las manifestaciones de dolor de la gente, los abrazos de desconocidos, abrazos que no necesitaban de explicaciones ni palabras para hacer explícito ese sentimiento de fraternidad que sólo se hace presente en situaciones extraordinarias.

Lo que yo viví ese día y los siguientes lo vivieron millones de personas en los más diversos y remotos lugares del mundo. Pablo Casals dijo: “Viví acontecimientos grandes y terribles, el caso Dreyfus, el asesinato de Gandhi, pero en los años de mi vida nunca ha habido una tragedia que haya traído tanto dolor y tristeza a tanta gente”.

Por primera vez -y tal vez por última vez- multitudes en África, Asia y América Latina se convocaron frente a las embajadas de EE.UU., no para protestar, sino para expresar el dolor por el asesinato del hombre que al decir de John Buchan, “por un momento hizo que la política pareciera la mayor y más honorable aventura”. O como dijera el editorialista de un diario de Nueva Delhi: “Era el primer político occidental que en treinta años volvió a hacer de la política una profesión respetable, una de las profesiones más elevadas y no una maraña de fraude y corrupción”.

La muerte, y sobre todo la muerte de un hombre joven, embellece la vida y descubre méritos que en vida no se reconocían o aceptaban. El historiador norteamericano Richard Ofstadter se preguntó al respecto: “¿Hay algún principio en la naturaleza por el cual nunca sabemos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido?”. Alistair Cooke escribió: “Ese súbito descubrimiento de que era más querido de lo que habíamos creído”.

Sin embargo lo mataron. Todavía no sabemos con certeza quién ordenó el crimen y quién disparó la bala asesina. El crimen fue en Dallas, la ciudad donde lo odiaban y la que visitó porque poseía coraje civil y no estaba dispuesto a demostrarle miedo a la banda de canallas que conspiraba en su contra. Antes de llegar a su cita con la muerte, Kennedy estuvo el jueves en San Antonio, en Houston y pasó su última noche en Fort Worth. El viernes a la mañana leyó en el hotel el editorial del Dallas Morning News, titulado “Bienvenido señor Kennedy”. La omisión a su condición de presidente no era casual. En esos días, en las paredes y muros de la ciudad había carteles con el rostro de Kennedy y la palabra “Buscado”, buscado por traidor.

El editorial del diario de Dallas era una joyita o una sincera confesión de lo que pensaban de Kennedy los cowboys texanos, los opulentos, prepotentes, necios y brutales petroleros de sombreros aludos, botas de montar y chalecos brillosos. El editorial decía que Kennedy había suplantado la doctrina Monroe por la doctrina Moscú; que la CIA ahora no investigaba a los enemigos de la libertad sino a los americanos libres; que las únicas personas privilegiadas para el señor Kennedy eran los comunistas de la costa Este. Ni John Wayne se hubiera animado a tanto.

Un mes antes, el dirigente demócrata Adlai Stevenson había estado en Dallas y la multitud lo había insultado y escupido. Stevenson le comentó a los asesores de la Casa Blanca que percibió un clima de violencia y de muerte que lo había impresionado. “No creo ni conveniente ni prudente que Kennedy vaya a Dallas”, concluyó Stevenson, uno de los grandes dirigentes políticos norteamericanos, un dirigente que había competido con Kennedy en las internas presidenciales de 1960.

¿Tanto lo odiaban al presidente en Dallas? Más de lo que uno puede imaginar. Kennedy ya se había referido a los grupúsculos ultraderechistas que bombardeaban con su veneno a la opinión pública. ¿Presentía su final? Más o menos. El jueves a la noche, en Fort Worth, uno de sus agentes de seguridad intentó explicarle algunas de las medidas que habían tomado. Kennedy le dijo que no quería conocer detalles, entre otras cosas porque era consciente de que ninguna medida de seguridad podía impedir que un francotirador lo despachara a la distancia. Una vez más, no se equivocaba. ¿Tanto lo odiaban en Dallas? Tanto que el lunes siguiente, es decir cuarenta y ocho horas después de su muerte, los niños de las escuelas de esta ciudad texana aplaudieron jubilosos el crimen.

“Brilló mientras vivía y todo el mundo sintió dolor cuando murió”, escribió el historiador y amigo personal de Kennedy, Arthur Schlesinger. La hija de Schlesinger ese domingo le dijo: “Papá ¿qué es lo que está pasando en nuestro país? Si éste es el país que tenemos no quiero seguir viviendo aquí”. El escritor Norman Mailer escribió desconsolado: “Por un momento llegué a creer que el país era nuestro, ahora es otra vez de ellos”. Mary McGrory dijo: “Es posible que a pesar de tanto dolor, alguna vez volvamos a reír, pero después de esto nunca más volveremos a ser jóvenes”.

Cuando murió, Kennedy tenía 46 años. Fue el primer presidente católico de Estados Unidos, el más joven y el primero en haber nacido en el siglo veinte. Al momento de morir, su índice de popularidad llegaba casi al sesenta por ciento, lo que hacía deseable e inevitable su reelección para un nuevo período. Con sus amigos, discurría sobre lo que haría cuando dejara la Casa Blanca en 1968. “Seré demasiado viejo para empezar algo nuevo y demasiado joven para escribir mis memorias”.

Kennedy era un político inteligente y culto. Tenía un exquisito sentido del humor, se reía con ganas y su área de intereses intelectuales era amplia y diversa. Conocía los rigores del poder, le complacía desafiarlo, pero a diferencia de otros sumaba a su talento el don de la gracia, el encanto y el estilo. En su libro “Los mil días de Kennedy”, Schlesinger escribe: “Enseñó al mundo que el proceso de redescubrir a América no había concluido. Restableció la república tal como la vieron los que constituyeron la primera generación de nuestros líderes: joven, valiente, civilizada, razonable, alegre, firme, inquieta, triunfante en medio de la agitación y las posibilidades de la historia”

Su asesor Theodore Sorensen escribió a modo de conclusión: “Era un gran hombre. Mucho más de lo que nadie imaginó. Todos nosotros somos hoy mejores por haber vivido en la época de John Kennedy”. El poeta Stephen Spender dijo: “Continuamente pienso en aquellos que verdaderamente fueron grandes / en los nombres de aquellos que mientras vivieron lucharon por la vida / que en su corazón llevaron el fuego más intenso. / Nacidos del sol, hacia el sol se dirigieron en breve viaje / y dejaron en el aire fresco la huella de su honor”. Así fue.

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