Antonio Cafiero, el presidente que no fue

Su biografía muy bien podría titularse “El presidente que no fue”. Lo merecía por militancia política, talento y don de gentes. No sé cómo hubiera tomado Bonasso ese título, pero confío en que en su intimidad habría aprobado la calificación. Cafiero se lo merecía. Mejor dicho, los argentinos nos merecíamos que Cafiero fuera el presidente de todos los argentinos. No fue posible y es una lástima.

El otro día me preguntaron qué habría pasado si hubiera ganado la interna contra Menem. Es muy difícil hablar de lo que no fue, difícil pero no imposible. Cafiero presidente habría acometido la reforma del Estado, porque ésta era inevitable, pero lo hubiera hecho con más prudencia y, sobre todo, con muchísima más decencia. En ese contexto, los años noventa no habrían sido sinónimo de negociados. Seguramente habría cometido errores porque no era infalible, pero el balance para la nación hubiera sido otro.

Tal vez exagere, pero don Antonio debe de haber sido el dirigente peronista más aceptado por los que no pertenecemos al peronismo. Imagino las objeciones: “Si los gorilas lo respetan, por algo será”. No creo que sea así. Los grandes dirigentes políticos de la historia se han distinguido por ir siempre más allá de sus fronteras partidarias y, en todos los casos, lo han hecho desde una identidad política profunda.

Cafiero es de los que pertenecen a ese linaje. Él no necesitaba andar con el peronómetro en la mano, porque nunca nadie puso en duda su identidad. Precisamente, porque su identidad era firme es que se podía dar el lujo de ir más allá del peronismo, decisión que sólo los necios o los fanáticos podían objetar o desconocer.

Peronista y católico o católico y peronista, en este caso el orden de los factores no altera el resultado, siempre jugó con las cartas sobre la mesa. Respeto cada una de sus decisiones, pero en particular destaco su condición de demócrata. Uno de los grandes demócratas de la Argentina contemporánea. Lo era por temperamento y por estilo. No era ingenuo y defendía sus posiciones con vehemencia. Conocía los secretos del poder y lo sabía ejercer. Pero respetaba al otro, respetaba al diferente. A diferencia de algunos mercaderes, su palabra valía. Nunca dudó de la condición mayoritaria del peronismo, pero sabía perder y disponía de una exquisita paciencia para esperar su turno. Ejercía el poder con prudencia. No se creía un líder providencial o un caudillo por gracia de Dios y a diferencia de algunos de sus pares le gustaba rodearse de gente capaz.

Fue ministro, gobernador, legislador, pero no pudo ser presidente. Alguna vez deberíamos preguntarnos por qué los hombres dotados de las mejores virtudes no llegan a ejercer las grandes responsabilidades. Hace muchos años, para referirse a otro político, el filósofo Alejandro Korn dijo algo que vale para Cafiero: “Reunía las virtudes morales e intelectuales necesarias como para fracasar en un país como la Argentina”. Tal vez exageraba, pero no mucho. Pero en el caso de Cafiero, lo cierto es que una mayoría de argentinos prefirió a un personaje corrupto e insignificante que a un político de su estatura.

Su biografía podría empezar a escribirse a partir de los años cuarenta, cuando era un dirigente estudiantil católico, y en esas idas y venidas de la historia descubrió al peronismo en aquellas jornadas tumultuosas del 17 de octubre. Dicen que fue el preferido de Evita y que cuando Perón lo designó en una función pública apenas tenía treinta años.

Ya para entonces, él como algunos otros dirigentes del peronismo de la época, probaron que se podía ser peronista sin necesidad de ser alcahuete. De esas virtudes Cámpora -que sí fue presidente- no podría jactarse. Cuando se produjo el golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955, Cafiero estaba distanciado del peronismo, pero ninguna de esas diferencias le impidió afrontar la cárcel.

Ironías de la política. Cafiero se distancia del peronismo durante el conflicto con la Iglesia Católica -y a decir verdad había buenas razones para apartarse de una confrontación irracional e incomprensible- pero no se aparta de sus responsabilidades políticas, motivo por el cual va a la cárcel, mientras que otros que juraban lealtad y besaban las alfombras por donde caminaba Perón, cuando éste fue derrotado se pasaron con armas y bagajes al campo de los flamantes golpistas.

En los años setenta, pudo haber sido el delegado de Perón, pero el jefe prefirió a Cámpora. Como se dice en estos casos: por algo será. En esos años no resultaba fácil ser peronista. Las opciones eran los Montoneros o López Rega y él siempre quiso estar lejos de esas polarizaciones. Tampoco le debe de haber resultado cómodo ser ministro de Economía después de Rodrigo. O interventor en la provincia de Mendoza donde debió soportar los azotes de las calumnias sembradas por el lopezreguismo

Cuando cayó Isabel aquel fatídico 24 de marzo de 1976, Cafiero estaba en Roma. Podría haberse quedado allí o en algún otro país. Sabía que si regresaba lo metían preso. Pero contrariando los consejos de sus amigos y familiares regresó. Por supuesto, fue a la cárcel. Esa capacidad o esa obcecación por ser leal a sus principios y pagar por ello lo que fuera necesario, fueron otras de las virtudes que lo destacaron.

Recuperada la democracia y derrotado Luder, fue el hombre que se propuso devolverle al peronismo la fe en la victoria. Enfrentó a Herminio Iglesias en la provincia de Buenos Aires en un tiempo en que no eran muchos los que se animaban a ponerle el cascabel al gato. Para ello debió romper con la estructura de su partido, pero lo hizo sin remordimientos. Era lo suficientemente peronista como para saber que ningún sello con personería jurídica alteraría su identidad.

Sin su liderazgo, la renovación peronista no hubiera sido posible o hubiera costado mucho más. Por si a alguien le quedaba alguna duda acerca de su compromiso con la República, su repudio a la sublevación de los “carapintadas” terminó por disipar recelos y desconfianzas. Hasta este momento una oposición política jamás salía en defensa del presidente de otro partido. Años de discordias y luchas facciosas habían creado el hábito de la conspiración con los militares.

Cafiero puso punto final a estos crónicos y lastimosos desencuentros. La foto de él con Alfonsín en el balcón más simbólico de la política nacional significó, por sobre todas las cosas, que la Argentina había aprendido a transitar por los caminos de la democracia y que por primera vez, desde 1930, la nación se unía alrededor del gran paradigma de la democracia.

Nunca voy a entender por qué perdió la interna con Menem. Por qué ganó lo peor y perdió lo mejor. Alguien me dijo una vez que no lo voy a entender, porque para eso hay que ser peronista. Tal vez tenga razón. Pero un cuarto de siglo después de esa interna, sigo considerando que fue una verdadera lástima que el peronismo no haya llevado como candidato a la presidencia a un hombre como Cafiero.

Tuve el honor de conversar con él durante los meses de la Constituyente. Una nota que escribí haciendo un contrapunto entre él y Alfonsín, en la que terminaba diciendo que en esas dos voces, en esas dos tradiciones y en esos dos estilos de entender y vivir la política se conjugaba el verbo de la democracia argentina. Le gustó tanto que se presentó en el diario para felicitarme. ¿Estoy orgulloso? Mentiría si dijera que no.

En lo personal siempre me pareció un hombre agradable, uno de esos hombres que da gusto escucharlo contar historias y entreveros políticos de otros tiempos. Tenía humor, ingenio y era por sobre todas las cosas un hombre culto.

Su matrimonio con Anita Goitia siempre fue ponderado por quienes frecuentaban su casa. Como buen católico era familiero, pero llegado el caso no tuvo empacho en votar la ley de divorcio: “Si alguna vez cometo algún error, quiero que Anita tenga la libertad de dejarme”, dijo. Los que relatan esa anécdota, todavía no les queda en claro si habló en broma o en serio.

«Una nota que escribí haciendo un contrapunto entre él y Alfonsín, en la que terminaba diciendo que en esas dos voces, en esas dos tradiciones y en esos dos estilos de entender y vivir a política se conjugaba el verbo de la democracia argentina».

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