Atilio Rosso: Adiós al amigo

La muerte separa. Es injusta porque es concluyente. Seguramente el padre Atilio me discutiría esta afirmación, pero ahora la palabra la tengo yo y, de alguna manera, la tenemos todos los que fuimos sus amigos y sabemos, sentimos, con desoladora convicción, que nunca más estará con nosotros, nunca más lo oiremos enojarse o reírse con esa pasión arrebatadora que ponía para todo. Nunca más lo veremos caminar por la peatonal con el diario bajo el brazo; nunca más tomaremos un café en el bar de siempre o compartiremos un asado en Monte Vera discutiendo sobre todo. Nunca más. Nunca más, por lo menos en este mundo.

Ahora le toca a él enfrentar el misterio. Me lo dijo una vez. No estaba enojado; por el contrario, sonreía “Sé adónde voy y si esto no ocurre no tengas dudas de que las patadas que le voy a pegar al cajón las vas a escuchar aunque estés durmiendo”. Ojalá nunca las escuche. Ojalá.

Recuerdo aquellos asados en Monte Vera. Él era el dueño de casa, pero siempre se las arreglaba para estar en minoría. Sus invitados éramos agnósticos, laicos o, por lo menos, no estábamos dentro de la Iglesia. Él disfrutaba de esas “tenidas”. Si nosotros no abríamos la polémica, él se encargaba de abrirla. Escuchaba con atención y aprendía, pero mucho más aprendíamos nosotros. Escucharlo hablar era una fiesta para la inteligencia. Nos sorprendía con sus relatos. Un viaje a Jerusalén en una camioneta, una charla con Fellini en Roma, chofer de Fasolino en el Concilio, sacerdote del Tercer Mundo.

Puede que la muerte separe, pero la muerte no borra las peripecias de una vida vivida con pasión, de una vida puesta al servicio de una fe que nunca aceptó reducirse a ceremoniales estériles, porque para Atilio la fe era un compromiso con Dios y con los hombres, una opción de vida, una energía puesta a favor de una gran causa, y una esperanza de Eternidad que ojalá yo pudiera sentir o creer.

Se enojaba con facilidad y cuando estaba más enojado, los chispazos de lucidez brillaban con más fuerza. Sus alegrías y sus tristezas estaban comprometidas con las causas nobles. Nunca lo vi enojado por algo personal, siempre eran los grandes temas de la Nación o de su ciudad o de su Iglesia los que lo motivaban. Hablaba de la eternidad, pero nunca he visto a un hombre plantado en la vida con tanto vigor, con tanta pasión. Atilio amaba la vida y la vivía sin darle concesiones. Su pasión por el país, su compromiso con los humildes, sus iras y sus alegrías, eran testimonios de esa pasión por vivir.

En los últimos tiempos estaba furioso por el destino de la Argentina. Me lo repetía con frecuencia: “Ningún país puede salir del atraso con seis millones de excluidos”. No le perdonaba a la clase dirigente su indiferencia o su desidia en estos temas. Su compromiso con los marginales era total. Sacarlos de ese lugar era su obsesión, el motivo de sus desvelos. Rechazaba la demagogia y el clientelismo. Era de los que creían que de la miseria se sale con educación, con trabajo, pero también con los recursos modernos de la salud y la educación. Yo le decía que su discurso me hacía acordar al de los viejos socialistas. Me miraba y se reía.

Convocaba a trabajar por una causa difícil, muchas veces ingrata, pero justa. Yo lo escuchaba hablar y pensaba que sólo la fe puede movilizar tantas energías y tantas esperanzas contra una realidad dura, impermeable a las transformaciones y los cambios. Sabía que la vida se le iba y no se resignaba a aceptar que el mundo que dejaba seguiría siendo injusto. Lo sabía, pero esa certeza en lugar de desanimarlo lo estimulaba más a seguir bregando por las grandes causas.

Santa Fe sentirá su ausencia. Esta ciudad ha perdido a un gran hombre y yo a un gran amigo. La Iglesia Católica pierde un sacerdote que la amaba con pasión, que se entregaba a ella desbordándose, excediéndose, que es como se debe amar cuando se ama en serio. Pero los que tal vez más han perdido con su muerte serán los pobres, los excluidos de todo. Él fue su abanderado, su defensor, su implacable guerrero y su sagaz diplomático. Él hablaba por ellos en la iglesia y en la escuela; en el barrio y en el centro; en la calle y en los despachos del poder. Los quería, creía en ellos y los defendía con furia, con inteligencia, con coraje. Siempre apostó por ellos, siempre creyó en ellos más allá de toda evidencia. Ahora ellos y nosotros deberemos acostumbrarnos a su ausencia. Nos va a costar, pero debemos hacerlo. Con fe o sin fe sabemos que de alguna manera, él se las arreglará para estar con nosotros.

“Un hombre íntegro”

Para el dos veces gobernador de la provincia de Santa Fe, Jorge Obeid, la muerte de Atilio Rosso “es una noticia de ésas que uno nunca hubiera querido escuchar. Me ha conmovido mucho. Hace 40 años que lo conozco, desde que vivía en el Colegio Mayor Universitario cuando llegué desde Diamante a estudiar Ingeniería Química. Era un hombre íntegro que se dedicó a una tarea muy dura y difícil, que fue la de luchar por los pobres y marginados. Además de la relación personal que mantuve con él, desde la gobernación y la intendencia apoyé su trabajo fecundo, de un valor social muy importante”.

“Pero además de la tarea extraordinaria que llevó adelante en defensa de los pobres, desde el Colegio Mayor Universitario colaboró en la formación de muchos seres humanos que ocupan lugares importantes en la sociedad. El Colegio Mayor Universitario fue una cantera donde nos formamos varias generaciones de hombres y mujeres que hoy estamos en la actividad política y social en muchos lugares del país”, señaló Obeid. “Se fue una persona insustituible. Ha desaparecido un hombre santo. Uno tiene la imagen de que los santos son personas con alitas que viven en el cielo, pero un santo es alguien que trabaja y se preocupa por los demás”.

 

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